Sexo y muerte en "Celestina", o Un corifeo entre adláteres



El efecto de la fórmula mágica ideada por Fernando de Rojas hace más de quinientos años parece no haber perdido su fuerza con el paso de los siglos. Y no me refiero a la poderosa pasión que impulsa a la "inocente" Melibea a arrojarse en brazos de su enajenado amador Calisto y a seguir después sus pasos en la muerte, sino al hechizo que ejerce Celestina (personaje que robó a Calisto y Melibea su protagonismo en esta primera tragicomedia del "teatro" europeo) sobre cuantos han degustado este delicioso texto cargado de matices e intención; primero, leído en las numerosas ediciones que refrendaron su éxito, y, más tarde, adaptado en innumerables versiones y adaptaciones teatrales escritas a lo largo de los últimos doscientos años.

Porque la Tragicomedia de Calisto y Melibea (el autor decidió cambiar la calificación de "comedia" que le dio en la primera versión de la obra publicada en 1499) o, lo que es lo mismo, La Celestina, no fue hecha para ser contemplada en un escenario. En primer lugar, porque aún faltaban unas décadas para que el teatro, como fenómeno popular y comercial, viera la luz (poco tiene que ver esta obra con las piezas palaciegas escritas entonces por Juan del Encina, considerado el padre del teatro español); y, por otra parte, su desmedida extensión y largos parlamentos, cargados de elaboradísimas reflexiones, más propias de los diálogos humanísticos, hacían imposible su representación. Sin embargo, la fuerza provocadora de un texto rompedor e irreverente, atrevido, desvergonzado, en el que el hombre (y la mujer, que adquiere todo el protagonismo de la historia) se muestra en toda la desnudez de sus pasiones y deseos, ha resultado siempre tan atractiva que no sorprende el interés de numerosos directores de escena contemporáneos (no solo en España) por enfrentarse al reto de su representación; entre quienes recordamos, por sus excelentes montajes y su cercanía en el tiempo, a Adolfo Marsillach (1988), Joaquín Vida (1999), José Maya (2004) o al siempre incomparable José Luis Goméz (2016).

Entre estas adaptaciones debe incluirse, ocupando un lugar distinguido por su originalidad, frescura, equilibrio escénico y buen gusto, la apuesta que, bajo la dirección del veterano Ricardo Iniesta, al frente de Atalaya, la compañía fundada por él mismo en 1983, fue estrenada durante la XXXV edición del Festival de Teatro Clásico de Almagro, en 2012, iniciando a partir de ese momento una feliz trayectoria de éxitos y reconocimientos, entre los que se cuentan premios a la mejor actriz y al mejor director; y el reciente Premio al Mejor Espectáculo obtenido en el Festival Internacional "Noches de Moscú", en octubre de 2016.

Presentada como Celestina. La tragicomedia, el montaje de esta obra, adaptada por el propio Iniesta, ha supuesto, en sus palabras, "el mayor proceso de creación en los más de treinta años de Atalaya". Y, efectivamente, el cuidado y el detallismo con que el director ha mimado cada uno de los momentos de este clásico con tantas aristas y matices, tan difícil de asir, se nota. Porque si algo destaca por encima de cualquier otro aspecto, en esta versión de La Celestina que ahora puede disfrutarse de nuevo en el Teatro Infanta Isabel de Madrid, hasta el 30 de julio, es el magnífico trabajo conjunto de siete actores, perfectamente orquestado por su director, en el que asistimos a la desaparición del protagonismo individual para dar paso al mejor espíritu de los grupos de teatro vanguardista y experimental de la segunda mitad del siglo XX.

La veteranía y los orígenes de Ricardo Iniesta se aprecian en cada detalle de un montaje que huye decididamente del naturalismo para lanzarnos, desde el inicio mismo de la obra, al universo teatral de Meyerhold, en la utilización del actor como un virtuoso del cuerpo y de la voz, manejado por el director en una danza coral colectiva donde el gesto y los movimientos, marcados hasta la exageración, ocupan todo el valor del trabajo interpretativo. Nos adentramos en un mundo con ribetes de farsa y guiñol, expresionista, en el que percibimos la huella del distanciamiento arlequinesco; pero también elementos simbólicos y rituales, y en general una estilización gestual, vocal y plástica que recuerda las aportaciones del Odín Teatro (que tanta influencia ha ejercido en el director); e incluso de Tadeusz Kantor, en la densa atmósfera y la oscuridad que presiden la escena (quizá en exceso) en todo momento, y en la utilización del actor como un elemento más de la representación. Elemento, en cualquier caso, imprescindible y prioritario, porque los siete magníficos actores que forman el reparto (alternando, en varios casos, papeles) realizan un trabajo impecable a lo largo de la hora y media ininterrumpida que dura el espectáculo.


Muy adecuado el vestuario y magnífica la utilización de unos simples elementos en el escenario, parecidos a mesas elevadas, movidos y utilizados de tal modo por los actores que son capaces de sugerir los diferentes espacios en que transcurre la acción, ayudados por unas simples telas y los juegos de luz. Magníficos asimismo la coreografía y los movimientos de ese ballet continuo que realizan los personajes en escena, y los cantos y voces a través de los cuales se expresa asimismo la tragicomedia.

Sobresaliente la actuación de un elenco de actores al servicio de un espectáculo colectivo del que destacamos los momentos del hechizo de Melibea y las varias muertes de los implicados en la historia (la forma de resolver el suicidio final de la dama es todo un acierto); así como las escenas de sexo protagonizadas por las prostitutas Elicia y Areúsa (espectacular la interpretación de las actrices Lidia Mauduit y María Sanz) y los criados de Calisto (perfecto Jerónimo Arenal en el papel de Pármeno, e imponente Manuel Asensio como Sempronio). Impecable asimismo la actuación de Raúl Vera y Silvia Garzón en sus respectivos papeles de Calisto y Melibea, cuyos personajes quedan quizá excesivamente diluidos en la magnífica labor colectiva del grupo (ya hemos dicho que no es este un montaje destinado al destello individual); y soberbia la interpretación de una personal y diferente Celestina (Carmen Gallardo), cuyo protagonismo en el escenario corre también el riesgo de perderse a veces, absorbida en ese conjunto coral que estamos comentando, sin duda pretendido por el director.

Al salir de la representación, alguien me dijo, elogiando la obra, que estaba hecha "para todo el público". Y, en efecto, esa es la sensación que transmite; la de tratarse de un montaje de fácil recepción que ha despojado al texto primigenio de buena parte de su complejidad conceptual (lo cual exige mucha técnica y trabajo), no así estética, convirtiéndolo en un bello espectáculo visual y acústico dispuesto para ser admirado y disfrutado por los públicos más variados.

José Luis G. Subías





    






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