Los nuevos Tartufos, o el triunfo de la vileza



El fenómeno de las adaptaciones de textos clásicos es casi tan antiguo como la existencia misma del teatro. Las obras de los grandes autores del pasado han seguido reponiéndose en los escenarios durante siglos; la mayor parte de las veces (salvo en los casos de un proteccionismo oficial, surgido en España a mediados del siglo XIX), desde intereses muy alejados del respetuoso conocimiento y conservación museística del patrimonio cultural. El teatro es un arte vivo y una profesión, cuya razón de ser reside en el beneplácito de un público sin el cual este no existiría. De ahí que, desde hace más de trescientos años, autores y directores de compañías teatrales hayan recurrido con frecuencia al montaje de obras del repertorio clásico universal, tanto para enfrentarse al reto de domar creaciones ajenas canonizadas por el tiempo, como para atraer al público con el reclamo de nombres de todos conocidos; pero siempre con la vista puesta en procurar el deleite del respetable que honra con su presencia la sala.

Tartufo, o El impostor, la célebre comedia de Molière estrenada (en su versión definitiva) en 1669, es hoy todo un símbolo de la dramaturgia francesa (se trata de la pieza más representada en la Comédie-Française desde su constitución en 1680), y una de las obras teatrales más traducidas y adaptadas, o versionadas, de todos los tiempos. En España, desde la traducción de José Marchena a principios del siglo XIX (con el título de El hipócrita), el texto del autor francés no ha dejado de visitar los escenarios nacionales cada cierto tiempo, a partir de adaptaciones que han tratado de acercar, con mayor o menor fidelidad, el sentido de este a la sociedad española de cada momento. Todavía se recuerda el escándalo que produjo en 1969, durante el tardofranquismo, el estreno de la adaptación de Enrique Llovet dirigida e interpretada por Adolfo Marsillach, con escenografía y vestuario de Francisco Nieva. Ha pasado desde entonces casi medio siglo, y las circunstancias sociales son hoy muy distintas; sin embargo, el tema planteado por Molière en su texto no ha dejado de perder interés y vigencia en nuestros días, como demuestra la última y reciente adaptación de la obra escrita por Pedro Víllora para José Gómez-Friha, director del montaje que, con el título de Tartufo, el impostor, se ha presentado entre el 15 de agosto y el 1 de octubre del presente año en el Teatro Infanta Isabel, de Madrid.

Estrenada el 17 de noviembre de 2016, en el madrileño Teatro Fernán Gómez, esta nueva versión puesta en escena por la compañía Venezia Teatro, capitaneada por Gómez-Friha, muestra toda la fuerza, la frescura, el sopesado atrevimiento y el juvenil (y maduro) desenfado de uno de los valores más prometedores (en presente) de la escena española. Son muchos los valores destacables de este espectáculo, desde la escenografía minimalista ideada por el propio director, presidida por un fondo diáfano sobre el que se proyectan distintos colores, cambiantes en virtud de las situaciones y de los personajes que intervienen en ellas; o el empleo de un vestuario de enorme belleza y eficacia, que juega armónicamente con los colores antes mencionados, con un mayoritario dominio del rojo y el azul, cuyo simbolismo contribuye a distinguir las escenas donde el universo de Tartufo tiene mayor presencia (rojo es el atuendo externo de Tartufo, como lo son las ropas de Orgón y su madre), de aquellas propias del sensato mundo burgués representado por Elmira, Mariana y Valerio (de color azul). Ajena a ambos mundos se encuentra Dorina, una peculiar criada a la que se otorga un papel protagonista y aporta los mejores momento de humor a la pieza, convertida por el director en el único personaje positivo y salvable, capaz de rebelarse y decir la verdad en todo momento a sus señores, a quienes llega incluso a manejar, haciéndose dueña de la situación.


Destaca sobremanera en este divertido espectáculo tragicómico, con aires vodevilescos (la inclusión de números musicales es otro de sus rasgos), la concepción abierta de un espacio que se extiende más allá del proscenio, para romper una cuarta pared inexistente desde el instante mismo en que principia la acción, con una voz en off dirigida a los actores dando las indicaciones previas antes de iniciarse la representación; y la utilización del patio de butacas (incluso el anfiteatro) por estos, que interaccionan y buscan una continua complicidad con el público. Excelente es el trabajo de los cinco únicos actores que interpretan los seis papeles a que ha quedado reducida esta versión, respecto a la docena de personajes del texto original: Vicente León (Orgón y su madre), Lola Baldrich (Elmira, esposa de Orgón), Nüll García (Mariana, hija de Orgón), Ignacio Jiménez (Valerio, prometido de Mariana), Esther Isla (Dorina, la criada) y Alejandro Albarracín (Tartufo). La impecable interpretación de todos ellos se ajusta, en el grupo familiar, al tono bufo dominante en la mayor parte de la obra, que en el caso de Lola Baldrich adquiere una digna contención que sirve como contrapunto al resto, y en Esther Isla una comicidad dicharachera muy efectiva, de altas dotes interpretativas, que en algún momento llegó a recordarnos a la reina de la comedia ligera que fue Lina Morgan. Contrasta con los restantes la interpretación contenida de Alejandro Albarracín, de ricos y sutiles matices, en consonancia con el carácter maquiavélico de un personaje que constituye una auténtica encarnación de la vileza humana. Su aspecto físico, de una belleza hierática y sensual a un tiempo, que recuerda en su primera aparición al protagonista de Matrix (1999) con esa especie de casulla futurista que hace ondear a su paso, transmite una lograda sensación de dominio maligno que se adueña de cuanto hay a su alrededor. 

Solo con un personaje como el apuntado, de indudable color mefistofélico, puede sostenerse la violenta modificación efectuada sobre el desenlace de la obra de Molière, cuyo sentido moral y final feliz es bruscamente alterado en esta versión. Si el descubrimiento de la falsedad de Tartufo conduce a aquel a su detención, la versión de Víllora condena de manera explícita a las víctimas de Tartufo, quienes serán despojadas de todos sus bienes, desahuciadas y humilladas (incluso denunciado Orgón por corrupción) por un victorioso Tartufo engrandecido y endiosado. En un discurso final escrito para la ocasión, pronunciado con micrófono, en una escena que presenta a este semidesnudo, como un dios pagano o en ademán de soberbio gigoló pagado de sí mismo, Tartufo justifica su iniquidad como un acto de justicia natural y necesaria (la de la supervivencia), en un mundo donde la hipocresía se encuentra en todas partes, al igual que los ingenuos guardianes de la verdad, dispuestos a creerla.

Tartufo, el impostor, que abandona hoy mismo el escenario donde se ha representado durante el último mes y medio, iniciará una gira por España, a la que auguramos tanto éxito como el obtenido en la capital.

José Luis G. Subías  


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