Del Odín al cielo soñado de Eugenio Barba (en "El árbol")


Existe el teatro, el buen teatro, el teatro excelente, incluso sublime... y en otra dimensión, contemplando desde la distancia cuanto sucede a sus pies, se despereza el Odín Teatro, como pudieran hacerlo los moradores de Asgard cada mañana, para asombrar a los hombres con sus prodigios.

Quien no haya visto una representación de este laboratorio teatral que inició su andadura en Noruega, hace más de medio siglo, para instalarse definitivamente en Dinamarca, en 1966, tiene una deuda pendiente con la cultura teatral europea del siglo XX y los inicios del actual. Al Odín Teatro hay que verlo en acción al menos una vez en la vida. Y ese regalo es el que hemos tenido la oportunidad de vivir este sábado en el Teatro de la Abadía, en Madrid, donde, durante unos días, con su fundador y director Eugenio Barba al frente, este grupo internacional formado por miembros de once países, de cuatro continentes, se ha detenido para ofrecernos un nuevo montaje y realizar algunos encuentros y talleres en diferentes centros de enseñanzas escénicas de la capital.

El árbol es el título de este espectáculo que recuerda los horrores de la guerra y el escaso valor de las vidas cercenadas con crueldad en ella, sin asomo de piedad; y, quizá, también sin conciencia de maldad. Desde una reflexión que afecta a la propia existencia del bien y del mal, y a la paradoja de un mundo en el que coexisten la belleza y el horror, lo humano e inhumano, en confusa armonía, asistimos en este montaje a una crueldad poetizada, que ahonda con delicadeza y distanciamiento lúdico en los sentimientos más íntimos de diferentes personajes (monjes, señores de la guerra y sus víctimas, soñadores con alma de poeta) que participan en una escena donde todo adquiere un carácter simbólico. El árbol seco y deshojado, muerto, cuyas ramas han abandonado los pájaros que dan vida al espacio en que nos adentramos al iniciarse la representación, constituye el motivo central, junto a estos, sobre el que se vertebra la obra. Esa lucha entre la vida y la muerte que simboliza el esfuerzo de los monjes por que los pájaros regresen al árbol, o el deseo de volar de Iben, dejará un mensaje final de esperanza (de paradógica esperanza) en el regreso último de las aves. Sobre el horror y la muerte, junto a esta, la vida sigue mostrando sus alas.

Haciendo honor a sus más genuinas señas de identidad, los asistentes a El árbol nos adentramos en una sala muy poco convencional, y fuimos acomodados por el propio Eugenio Barba, que hacía las veces de anfitrión-acomodador con la humildad y sencillez propias del artífice de un proyecto donde el equipo lo es todo. Nada de cuanto sucedió a partir de ese momento guarda relación con el rito habitual de la ceremonia teatral en España. Y he empleado bien las palabras "rito" y "ceremonia" en este caso, pues el ritual constituye el sustento artístico de la antropología teatral, manifestada en la mezcla de culturas que se funden en el acto representado; y ceremonial es, sin duda, el sentido último de una manifestación escénica que adquiere tintes sagrados y deja al espectador sin saber qué hacer con sus manos al acabar una representación en la que los actores no salen a saludar para recoger sus merecidos aplausos. Los actores del Odín Teatro no son tales, sino corifeos de un mismo coro del que el público forma parte. Todo es sorpresa, estupor y belleza en un montaje donde la plasticidad habla sin necesidad de palabras, los aromas despiertan nuestros sentidos y el sonido se mece armónicamente en forma de canto y bellas melodías surgidas de diferentes instrumentos, incluida la voz. Los movimientos corporales nacen sin estridencia alguna, con una aparente naturalidad creada a partir de una perfecta sincronía entre el actor y su entorno, que impregna el espacio de una creíble y envolvente atmósfera de ensueño; un ensueño de fondo trágico, suavemente amortiguado por la irrupción en el conjunto de unas narices de clown aplicadas a los personajes, que traen a nuestra memoria escenas de circo y sueños de niñez.

Ver un montaje de Eugenio Barba es asistir a la historia viva de la escena más renovadora del siglo XX. Reconocemos en el comportamiento de los actores la huella meyerholdiana; recordamos a Copeau, Lecoq y Grotowski, especialmente este último, en el espíritu que anima el sentido, el planteamiento y los recursos dramáticos del espectáculo: el protagonismo del actor, maestro en el dominio de su voz y de su cuerpo, la incorporación de diferentes tradiciones culturales y la mezcla de distintos idiomas que parecen el mismo, la ausencia de separación entre actores y público, el sentido ceremonial de la escena... Todo es ingenio y buen gusto en el Odín Teatro de Eugenio Barba, un genio, apoyado en un equipo que da forma definida a sus directrices, capaz de dar vida incluso a las gradas mismas donde se sientan los espectadores, que sin duda juegan su papel en la obra. ¿Quién es ese público que observa y es observado por los actores? ¿Acaso los mismos pájaros a quienes se reclama en el texto y cuyas imágenes aparecen reflejadas en las paredes de la sala al finalizar la función?

El próximo 18 de febrero, el Odín Teatro ofrecerá su última representación en Madrid para alzar su vuelo hacia otros lugares. Los privilegiados que hayan tenido la oportunidad de ver su trabajo en alguna de las diez representaciones que habrán realizado hasta ese día, a buen seguro, no olvidarán nunca esa experiencia y el honor de haber sido conducidos a su asiento por el mismísimo Eugenio Barba.     

Entre las masacres y el horror, los pájaros cantan. Y también los hombres.

José Luis G. Subías


       

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