Valle-Inclán dirigido por Alfredo Sanzol o Entre genios anda el juego


Anoche tuvimos el placer de asistir a la puesta en escena de uno de nuestros grandes clásicos del siglo XX. El Centro Dramático Nacional ha vuelto a acertar, como ya lo hiciera en la pasada temporada con la recuperación de El concierto de San Ovidio de Buero Vallejo, al llevar al Teatro María Guerrero uno de los textos más importantes de la historia del teatro español: Luces de bohemia, de Ramón María del Valle-Inclán; y hacerlo con un montaje que, en manos del dramaturgo y director Alfredo Sanzol, brilla y seduce con una calidad artística capaz de mostrar la enorme potencialidad escénica de la obra escrita por el creador del esperpento y dar vida a un texto cargado de literatura, tanto en la forma como en el contenido.

Porque, no nos engañemos, Luces de bohemia (1920), título de obligado conocimiento (y, quizá, lectura) para cualquier persona que haya cursado al menos el Bachillerato, es una obra difícil, cargada de referencias literarias e históricas solo accesibles para un receptor mínimamente (lo de mínimo es un eufemismo) formado. Las alusiones a políticos como Antonio Maura, Emilio Castelar o Manuel Cano, al periódico El Heraldo, a asociaciones civiles como Acción Ciudadana, al pretendiente Jaime de Borbón, o a la Teosofía y las ideas de Madame Blavatsky, conviven con todo un mundo de referencias literarias cuyo foco central lo constituye un Modernismo que en los años previos a 1920 estaba ya más que superado (se menciona asimismo el Ultraísmo, movimiento vanguardista español nacido en 1918). La relevante presencia de Rubén Darío en la obra, por quien el autor manifiesta una no disimulada simpatía, al igual que por su célebre personaje, el Marqués de Bradomín, quien, junto con el poeta nicaragüense, despide al finado en el cementerio, en un juego metaliterario donde la ficción y la realidad cobran aún más presencia; las alusiones al mitológico buey Apis, personaje de una novela del Padre Coloma, o a la saga de novelas caballerescas conocidas como los Palmerines, o a Victor Hugo; la inclusión de alguna cita extraída de La vida es sueño ("Mal Polonia recibe a un extranjero"); o el mismo nombre del librero Zaratustra, que nos remite a la conocida obra del filósofo alemán Friedrich Nietzsche... todo es literario (sin perder su intensa humanidad) en un texto que rebosa cultura en cada línea.

Sin embargo, sin necesidad de descubrir y entender cada una de las muy numerosas insinuaciones y guiños culturales que constituyen la savia de Luces de bohemia, es posible disfrutar y seguir con interés el viaje hacia la muerte de Max Estrella, un poeta ciego y sin recursos, que, desesperado por haber perdido la única fuente de ingresos segura que le permitía mantener a su esposa Collet y su hija Claudinita, se echa a las calles de Madrid con su amigo don Latino de Hispalis, con la intención de obtener un mayor beneficio por unos libros que este acaba de vender en su nombre, para continuar su aventura en una taberna en la que, acompañados por el alcohol, se inicia el periplo de estos por un "Madrid absurdo, brillante y hambriento", ubicado a principios del siglo pasado, donde se palpa la miseria, la degradación humana y la conflictividad social.
  
Alfredo Sanzol consigue trasladarnos a ese Madrid de hace cien años, sin necesidad de enmarcar a los personajes en unos espacios definidos con una estética realista, sino dejando que la imaginación se acomode a la atmósfera planteada por el director y permitiendo reconstruir con esta cada uno de los múltiples lugares, tanto interiores como exteriores, por los que transitan Max y don Latino; empleando, como único elemento escenográfico (apoyado por un mínimo atrezo y un vestuario, este sí, bastante respetuoso con la realidad), una serie de paneles móviles con un enorme espejo en uno de sus lados, que son desplazados por los propios actores y, colocados de ingeniosas maneras, consiguen los efectos deseados. Todo un acierto que constituye una más de las muchas genialidades visibles en este espectacular montaje. Como lo es la incorporación de un piano, cuya música en directo ambienta, acompaña, dosifica y marca un ritmo escénico simplemente perfecto, capaz de guiar al público durante dos horas y cuarto, sin que en ningún momento se pierda el interés o languidezca la acción. Una acción a la que Sanzol, sin perder nunca a Valle, le aporta su sello personal, incorporando a lo esperpénticamente dramático de cuanto sucede en escena el justo punto cómico y el necesario distanciamiento como para convertir en canciones algunas mínimas partes del texto o lanzar guiños e insinuaciones a la realidad de nuestros días.

Dieciséis actores dan vida a los más de cincuenta personajes que pueblan este "esperpento" de Valle-Inclán, en un magnífico trabajo que no podemos más que elogiar. La imposibilidad de citar a todos y cada uno de ellos, en el marco de una reseña crítica que comienza a rebasar ya los límites de espacio razonables, no impedirá, sin embargo, que destaquemos algunos nombres que sería injusto omitir; el primero de ellos, el de Juan Codina, cuyo Max Estrella, intenso, verdadero y humano, nos llegó al alma; el de su acompañante Chema Deva, en el papel de un don Latino más que creíble; Jesús Noguero, que interpretó, entre otros personajes, un don Filiberto memorable; o el de Paula Iwasaki, actriz de una impresionante presencia escénica y un talento que brilla especialmente en su interpretación de Enriqueta La Pisa Bien.

No siempre la plasmación escénica de una obra maestra consigue igualar "en prez" a su fuente; pero no es este el caso del montaje de Luces de bohemia presentado por Alfredo Sanzol, como podrán comprobar quienes tengan aún la fortuna de disfrutar de un espectáculo que se mantendrá en cartelera hasta el próximo 25 de noviembre, en el Teatro María Guerrero.

José Luis G. Subías   

Fotos: marcosGPunto

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