"La Strada", una poética historia de amor y muerte, en el Teatro de La Abadía


Una deliciosa velada de sensibilidad, ternura y buen teatro es lo que anoche pudimos disfrutar en la, por muchos motivos, mágica Sala Juan de la Cruz, del Teatro de La Abadía. Asistíamos en esta ocasión a la puesta en escena de La Strada, adaptación teatral de la célebre película de Federico Fellini llevada a las tablas por el incombustible Mario Gas, en la versión escrita por Gerard Vázquez en 1999 a partir del guion original de la obra italiana.

No parecen haber pasado los años por un texto y una historia presentados por primera vez en 1954, en el contexto de la posguerra europea. A pesar del tiempo transcurrido, de las lógicas diferencias entre el lenguaje fílmico y el escénico, o de la ubicación de la trama en un lugar alejado de nuestro país, la historia de Zampanó, Gelsomina y El Loco mantiene toda su fuerza, atractivo y vigencia, como lo hacen los grandes clásicos, que sobreviven a las modas pasajeras al abordar asuntos intemporales y universales. ¿Y qué mayor universalidad e intemporalidad que la del amor? Porque ese, y no otro, es el gran tema que subyace en una trama donde este sentimiento queda aparentemente oculto bajo la crudeza de una realidad dura e inclemente, presidida por el anhelo de supervivencia. El hambre, el frío y la necesidad de sobrevivir se hacen corpóreos en unos personajes muy cercanos a las gentes del teatro y de nuestra historia (resulta inevitable no pensar en la posguerra española), artistas ambulantes circenses que recorrieron los pueblos con sus carromatos, como los cómicos de la legua llevados al cine y a las tablas en tantas ocasiones (recuérdese la película El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez; y, con anterioridad, piezas como ¡Viva el Duque, nuestro dueño! o Ñaque o de piojos y actores, que José Luis Alonso de Santos y Sanchis Sinistierra llevaron respectivamente al teatro). 

Mucha literatura y teatro hay tras un texto cargado de realismo y poesía a un tiempo, que nos remite en algún momento al universo dramático de Alejandro Casona, incluso a alguna obra de Alonso Millán (La vil seducción). Los motivos del circo y el mar, recurrentes en Fellini y muy presentes en La Strada, los encontramos asimismo en un Jaime Salom (El baúl de los disfracesViaje en un trapecio) cuya figura no será nunca suficientemente reivindicada. Todo ello explica la cercanía y el interés que despierta en el público un texto que resuena a algo conocido, muy íntimo, pleno de metatetralidad y ligado a ese mundo del circo tan arraigado en nuestras raíces culturales, percibido como una tradicional historia triangular de amor y celos, que concluye como tantas veces han concluido estas en la historia del teatro, sin dejar por ello de emocionarnos y mantener nuestro interés hasta el último momento.

Mario Gas, conocedor como pocos de los resortes que deben emplearse para crear sobre un escenario la verdadera ficción y magia escénicas, consigue conservar la esencia de las viejas historias en blanco y negro (que mantiene en esas proyecciones de videoescena, obra de Álvaro Luna, habituales en sus últimos montajes), pero insuflando al conjunto una belleza plástica llena de vida gracias a un color que lo impregna todo y resalta sobre el negro dominante en el escenario (excelente el planteamiento escenográfico de Juan Sanz y el recurso a unos paneles móviles sobre los que se proyectan las videoescenas); un colorido presente tanto en el sugerente vestuario creado por Antonio Belart como en las narices postizas de payaso con que se cubren los personajes en diferentes momentos de la acción, cargadas de significado.

Gas ha sabido rodearse de un equipo humano con el que ya ha trabajo con anterioridad (no solo Luna o Belart, también Felipe Ramos en la iluminación o el actor Alberto Iglesias, quienes acompañaron al director en su pasado montaje de El concierto de San Ovidio, que ya tuvimos ocasión de comentar en nuestro blog) y se siente a gusto. Eso se nota en el resultado de un espectáculo presidido por la profesionalidad y el buen gusto. Todo un acierto es asimismo la incorporación a la historia de la melodía principal de la película de Fellini, obra de Nino Rota, como un leitmotiv reconocible en esos solos de trompeta o de violín, nacidos inicialmente de El Loco (Alberto Iglesias), misterioso y atractivo personaje relacionado con la sensibilidad poética y el alto ideal artístico, y proseguidos por Gelsomina (Verónica Echegui), quien mantiene el espíritu de aquel en su trompeta. Frente a estos, Zampanó (Alfonso Lara) representa el mundo de los instintos más básicos y de la supervivencia, el mundo de la realidad; pero su corazón está tan vivo como el de sus dos compañeros, y siente, a su manera, tanto como ellos.

No queremos destrozar la sorpresa (si es que esto es posible en obra tan conocida), por lo que ahorraremos mayores detalles de esta historia de amor, celos, ilusiones, realidades y silencios... Destacaremos, eso sí, la labor interpretativa de los tres grandes actores que dan vida a la historia: desde Alfonso Lara, en ese entrañable Zampanó, elemental, cercano y sincero; un magnífico Alberto Iglesias, al que ya pudimos elogiar en su trabajo de ciego en El concierto de San Ovidio y que en esta ocasión nos ha sorprendido con unas dotes mímicas encomiables; y, especialmente, a Verónica Echegui, cuya Gelsomina nos ha cautivado: su delicadeza, ternura y sensibilidad se transmite a través de una mirada hipnótica que atraviesa el corazón y hace caer rendido ante tal inocencia llena de atractivo, capaz de llevar luz y poesía a los rincones más toscos y fríos de la realidad.

Resulta difícil mantenerse impasible ante el contenido de esta historia y el modo de contarla en escena. Impactante ese final en que los tres personajes, ataviados como al inicio de la representación, cubiertos con sus bombines y sus largos abrigos, y adornados con sus narices de payaso, manifiestan dirigiéndose al público su intención de contar la próxima vez una historia de amor. ¿Qué es lo que han contado entonces? La respuesta se encuentra en la Sala Juan de la Cruz, del Teatro de La Abadía, donde La Strada permanecerá en escena hasta el próximo 30 de diciembre.

José Luis G. Subías

Fotografías: Sergio Parra

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