"The Scarlet Letter", el vanguardista y transgresor mensaje de Angélica Liddell en los Teatros del Canal


Como una diosa surgida de las entrañas del inframundo, un ángel caído regurgitado desde las simas de nuestro más recóndito y acallado inconsciente, ha vuelto a alzarse en Madrid, en la Sala Roja de los Teatros del Canal, la voz de Angélica Liddell, no solo para incomodarnos en nuestras dormidas butacas, sino para sacudir nuestras conciencias, adueñarse de ellas y arrastrarnos al abismo desde donde surge y nos habla. Como una novia teñida de muerte, esta Medusa de atractivas, sinuosas y febriles formas ha regresado para ofrecernos su nuevo espectáculo teatral, The Scarlet Letter, que desde Francia, tras una fugaz estancia en el Teatro Nacional D. Maria II en Lisboa, ha recalado en la capital española durante tres días (del 14 al 16 de febrero).    

The Scarlett Letter está inspirada en la conocida novela homónima del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorn, publicada en 1850, donde Hester Prynne, acusada de adúltera, es condenada a llevar bordada en su pecho una ignominiosa letra "A", que Liddell utiliza polisémicamente como inicial de muchos otros nombres, desde el suyo propio al de Antonin Artaud, homenajeado en un montaje que apunta directamente a las formas y el espíritu del teatro de la crueldad; o incluso al de una palabra, Amor, que el universo escénico de la autora ha transformado desde un posicionamiento herético y transgresor equivalente a la cruz invertida que parece presidir sus montajes. Y es que, tras un arranque inicial con dos jóvenes desnudos junto a una tumba, con el apellido del novelista americano escrito en ella (Hawthorn), que resulta imposible no identificar con Adán y Eva, símbolos de la pureza virgínea, la escena se transforma inmediatamente para transportarnos a un lugar muy distinto; un halo de aquelarre o de misa negra parece transmitir esa atmósfera sulfúrea de tonos rojizos y negros que se presenta ante nuestros ojos, acrecentada por el atuendo de los hombres que rodean a Hester, tocados con los capirotes característicos de los pecadores condenados por la Inquisición y que nuestra mente identifica asimismo con sensaciones tan encontradas como la del espíritu pasional de Semana Santa o el odio cruento del Ku Klux Klan.

Porque algo espiritual -la espiritualidad de la carne liberada y trascendida- se manifiesta en una ceremonia cargada de las turbulencias del cuerpo, que adquiere tintes en ocasiones de exorcismo bacanal y operístico. Todo es mágico, diabólicamente mágico, en el universo escénico de una Angélica Liddell cuya fuerza interpretativa la imposibilita para encarnar personaje alguno que no sea ella. Hester Prynne resulta infinitamente pequeña ante Angélica Liddell, personaje de sí misma, devoradora de cuanto la rodea y creadora de vida a un tiempo; una nueva vida distinta de aquello que destruye, mejorada, purificada, sublimada por el don divino de la creación artística. Resulta perturbador el mundo creado por Liddell en sus montajes; un mundo surgido de los más profundos fantasmas ocultos en el inconsciente social, pero liberador a un tiempo, convertido en una ceremonia catárquica que hunde sus raíces en el pasado colectivo de la humanidad.

El teatro de Angélica Liddell recoge la aportación de las más atrevidas y transgresoras vanguardias teatrales del pasado siglo, de las que es hoy su más firme valedora y heredera. Autora tanto del texto como de la escenografía y el vestuario del montaje que ella misma dirige, asume asimismo, como actriz, el peso de una interpretación sublime, que viaja desde el grito desaforado hasta el susurro ininteligible, en una melopea gutural nacida de las entrañas y acunada en las libérrimas regiones de ultratumba. Sus movimientos en escena rompen las leyes del naturalismo para convertirse en una permanente danza hipnótica que envuelve y arrastra, como se traslada su cuerpo a un lado y otro del escenario sin apenas rozar el suelo; para asumir de pronto, cuando ella así lo desea, las más delicadas y perceptibles maneras de la naturalidad. Del mismo modo que su voz, abandonando el inquietante y embriagador canto de las sirenas, al adquirir la humana forma de la palabra se muestra nítida, rápida, precisa, vigorosa, arrolladora... perfecta. Convertida en una moderna sibila, Liddell lanzará un nuevo y subversivo mensaje; esta vez dirigido especialmente contra la mujer y las nuevas maneras de un feminismo que, bajo el disfraz de un progresismo autocomplaciente, ha asumido las formas de una nueva tiranía inquisitorial (la misma que en otros tiempos condenó a la adúltera Hester Prynne a llevar la letra escarlata). Ese es el sentido último de un espectáculo nacido una vez más para convulsionar nuestra existencia, cuestionar las sólidas y acomodaticias ideas aceptadas pasivamente por una sociedad adormecida por la confortable seguridad de lo políticamente correcto, del nuevo moralismo oficial que ofrece hoy, como siempre, una forma de puritanismo tan hipócrita, censor, manipulador y esclavizante como lo son todas las formas del pensamiento único.

Acompañan a Liddell un grupo de actores masculinos (entre los que se encuentra Sindo Puche, inseparable de la autora desde sus comienzos) que realizan un excelente trabajo coral en toda la acción. Sus cuerpos desnudos y sus atributos viriles son el contraste necesario con el que la actriz, vestida de riguroso negro (que en un momento determinado rompe levantándose el vestido para mostrar asimismo su desnudez más íntima), juega plásticamente y expresa la relación masculino-femenino desde su perspectiva transgresora. 

En una ocasión escribí que a la Liddell se la ama o se la odia. Empiezo a creer inevitable sentir ambas emociones a un tiempo; y, en consecuencia, aceptar la necesaria disolución de la segunda bajo el efecto sanador de un Amor-Arte siempre liberador y, por tanto, siempre bello desde el punto de vista de la creación artística.

José Luis G. Subías

Fotos 1, 3 y 4: Bruno Simao
Fotos 2 y 5: Simon Gosselin

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