La conciencia de Virginia Woolf se hace visible en las tablas del Teatro Español


Acudimos el pasado viernes al Teatro Español con la escéptica esperanza que normalmente adoptamos cuando nos dirigimos al encuentro de una adaptación teatral de un texto escrito en su origen para ser leído. La adaptación escénica de textos novelescos del pasado es hoy una práctica muy extendida, no siempre con satisfactorios resultados. Advertimos de entrada, para no predisponer erróneamente a nuestros lectores, que no es este el caso del montaje que vamos a analizar en nuestra entrada de hoy, del que salimos encantados. Tampoco vamos a cuestionar aquí la necesidad o no de "arreglar" para las tablas obras literarias ajenas al lenguaje escénico, cuando tantas creaciones dramáticas, estas sí escritas ex profeso para la escena, yacen olvidadas, silentes entre las páginas de los estudiosos del teatro o en los archivos del Centro de Documentación Teatral (esto, si han sido estrenadas en los últimos ochenta años). Nos limitaremos simplemente a afirmar que, si la novela reclama de su receptor una determinada actitud ante la manifestación artística, de carácter literario, que tiene ante él, y el acto de leer se enmarca en una situación de intimidad necesaria, propicia para la introspección y la reflexión pausada, el espectáculo escénico se desarrolla en un entorno totalmente distinto y su lenguaje (en realidad, un conjunto de lenguajes) debe adecuarse a los límites temporales que impone la representación escénica. El ritmo dramático es necesariamente muy distinto al narrativo, al igual que se distancia, de manera natural, del ritmo de la expresión poética (lo cual no quiere decir que la narratividad y la poesía no hallan formado parte del lenguaje escénico desde siempre).

Partiendo de esta afirmación de base, la adaptación al teatro de una novela entraña siempre un reto y un riesgo de gran dificultad, que pone a prueba las capacidades dramatúrgicas de quien se lanza a tan singular y compleja práctica (en este caso, un combinado muy efectivo formado por Michael De Cock, Anna Maria Ricart y Carme Portaceli). Máxime, cuando el texto elegido es un novela tan intimista como Mrs. Dalloway (1925), de Virginia Woolf (1882-1941), donde la escritora londinense presenta, a lo largo de un único día en el que Clarisa Dalloway dirige los preparativos de una nueva fiesta en su casa (una más de tantas otras semejantes), que tendrá lugar esa misma noche, un viaje introspectivo del personaje, que recordará, a través del monólogo interior y de un fluido de conciencia hecho realidad sobre el escenario, algunos momentos de su pasado que han determinado su vida. El pasado y el presente se mezclan de este modo en escena, generando una ilusión fantasmagórica en la que se confunden los tiempos y los espacios, pero con la suficiente nitidez como para ofrecernos el retrato de una mujer insatisfecha y frustrada que oculta, bajo el disfraz de una vida opulenta y un matrimonio ventajoso, la soledad y el vacío vital de quien dejó pasar, mucho tiempo atrás, la posibilidad de tener otras vidas distintas y disfrutar de un amor ausente en la que eligió.

Subordinada a la historia principal, pero determinante en la reflexión última del texto y en la resolución del conflicto dramático planteado, se presenta la historia paralela de Angélica, una escritora con brotes psicóticos (claro guiño biográfico de la autora) cuyo suicidio impactará de tal modo en la actitud de Clarisa que, al conocer lo sucedido, alejando de sí sus fantasmas y rechazando una idea que, en el fondo, había llegado también a pasar por su mente, determinará dar un nuevo rumbo a su vida y comenzar a ser ella misma, a ser libre.

Si la sinopsis argumental que acabamos de ofrecer puede dar cuenta del importante componente dramático de un texto de hondo contenido psicológico, adecuado para la interpretación de dentro hacia fuera, nacida desde la emoción interna, esta característica, visible en el excelente trabajo de un grupo de actores impecables en sus respectivos papeles (hablaremos de ellos más tarde), se ve reforzada por un planteamiento escénico que hace gala de una modernidad equilibrada, marcada por el buen gusto, la delicadeza y la elegancia. Carme Portaceli, directora de esta deliciosa orquestación escénica, apoyada en un equipo artístico de incuestionable calidad y haciendo uso de unos recursos visuales y sonoros habituales hoy en los escenarios, como son las proyecciones escenográficas o el empleo de la música en directo (muy bien ejecutada, por cierto), ofrece una puesta en escena fresca y actual, que tiene la virtud de no acaparar la atención y estar siempre al servicio del interés principal de una acción que, si bien apunta casi en todo momento a Clarisa Dalloway, otorga un importante protagonismo al resto de personajes que pueblan el escenario, muchos de los cuales nacen del fluido de conciencia de la protagonista. Nos gustó la solución dada a un espacio capaz de aglutinar muchos otros, presidido por una mesas y sillas movibles de madera, propicias para un banquete, un hogareño e íntimo diván (adecuado también para la consulta de un psicólogo o un psiquiatra), los telones sobre los que se proyectan sugerentes imágenes subliminales al servicio del drama, la presencia continua de los instrumentos que sirven de base musical para la historia o ese bello recurso, cargado de simbolismo, consistente en hacer descender sobre las mesas que presiden la fiesta final un jardín de rosas invertidas, momentos antes de finalizar la obra.

Hemos dejado para el final el repaso al formidable elenco que da vida a esta ensoñación novelesca dramatizada, sobre el que recae en buena medida el interés de cuanto sucede sobre el escenario y la calidad del resultado final del espectáculo. Ya hemos señalado la necesidad de una interpretación sincera, cercana y naturalista para adentrarse en los recovecos psicológicos de cada personaje proyectado en escena y ofrecer sus intrincados matices, complejamente humanos, a un espectador que trata de reconstruir cuanto sucede tanto en el interior de Clarisa como a su alrededor. Todos y cada uno de los miembros del reparto cumplen su cometido de forma sobresaliente. No solo cuando cae sobre ellos el foco cenital que centra la atención sobre cada personaje, sino en todo momento, al actuar como un equipo que interacciona permanentemente como una unidad, en un excelente trabajo conjunto, al margen de las diferentes escenas y conflictos vividos por los diferentes personajes, en los que estos brillan por sí solos: el sentimiento de Sally hacia Clarisa, expresado con intensidad y convicción por Inma Cuevas; la relación entre Doris (Zaira Montes) y Elisabeth (Anna Moliner), así como la de Peter (Manolo Solo) y Clarisa; o esa trágica y bella historia paralela a la que dan vida Gabriela Flores (Angélica) y un Jimmy Castro (Max) que nos cautivó, de la que forma parte el Doctor (Jordi Collet) que interrumpe la fiesta con la terrible noticia del suicidio de aquella. Y permítasenos destacar, finalmente, a la actriz que interpreta a Mrs. Dalloway, Blanca Portillo, mucho más que impecable en su papel. Como la auténtica dueña del escenario que es, Portillo sedujo desde el instante mismo de su aparición en escena, dando de nuevo una lección de saber pisar y moverse con completa naturalidad sobre las tablas, las cuales se funden de tal modo con ella, al igual que el ambiente en que se halla, que la actriz construye con su actitud y presencia el ambiente mismo en que se encuentra. Su nuevo papel nos permitió disfrutar de un registro más relajado y distendido de esta, que posee unas excelentes dotes también para la comedia, frente a otros personajes más intensos y "dramáticos" a los que nos tiene acostumbrados.

Un lujo volver a ver a Blanca Portillo en acción, así como al sobresaliente reparto que la acompaña en esta aventura llamada Mrs. Dalloway, que permanecerá en el Teatro Español hasta el 5 de mayo.

José Luis G. Subías

Fotos: Sergio Parra

Comentarios

Entradas populares de este blog

Una "paradoja del comediante" tan necesaria y actual como hace doscientos años

"Romeo y Julieta despiertan..." para seguir durmiendo

"La ilusión conyugal", un comedia de enredo donde la verdad y la mentira se miran a los ojos