El teatro Lara reivindica la importancia de llamarse Paso


No será la primera vez que elogiemos, desde estas páginas, el talento de un dramaturgo y director que lleva el teatro en vena y cuya intensa capacidad de trabajo, alentada por una vocación sin límites, lleva manifestándose desde hace tiempo en el imparable cúmulo de estrenos que avalan una trayectoria marcada por un modo de hacer teatro muy personal, que a estas alturas ya puede denominarse el estilo Paso. Un estilo que ha podido desarrollarse y encontrar su forma gracias al excelente trabajo conjunto del elenco de actores que conforman la Compañía Paso-Azorín, cuyo entusiasmo y entrega han contribuido a dar a sus montajes ese aire de frescura juvenil y descaro que los caracterizan.       

Oscar Wilde en 1882
Porque si de algo puede presumir -entre otras cosas- Ramón Paso es de haber encontrado un excelente equipo humano que ha sabido acompañarlo y dar forma a su visión, concretada en el hallazgo de una fórmula -su fórmula- de hacer comedias en este tiempo capaz de conectar con el público de hoy, utilizando para ello unos códigos escénicos inconfundiblemente actuales, pero asentados en unos sólidos recursos inmersos en la tradición, que han demostrado su valía durante siglos. Y esa fórmula se hace aún más visible, y efectiva si cabe, en la versión que estos días dirige el autor en el Teatro Lara -convertido casi en su sede y donde ahora mismo se representan, además de esta, dos de sus obras- de La importancia de llamarse Ernesto (1895), la célebre comedia de Oscar Wilde (1854-1900) llevada en tantas ocasiones a la escena (en España, fue visitada por última vez en 2012, por Alfredo Sanzol). Todo un clásico del teatro inglés y universal del que aún se puede seguir disfrutando y aprendiendo. 

Y es que en Wilde está ya la comedia de humor moderna, basada en la inteligencia mordaz y la ironía, antesala de un humor del absurdo, que el teatro español hizo suya y elevó a las más altas cotas del ingenio en la obra de nuestros grandes comediógrafos del pasado siglo; entre ellos, Enrique Jardiel Poncela, no por casualidad bisabuelo del autor y director de la versión que nos ocupa.

La importancia de llamarse Ernesto es un divertimento construido a partir del equívoco permanente. El juego -nunca baladí- y el doble sentido aparecen ya en el propio título original del texto -en inglés, The Important of Being Earnest-, donde el nombre de Ernesto -Ernest- ha sido sustituido por la palabra "earnest", cuyo significado -serio, sincero, honesto- contradice el comportamiento de unos personajes masculinos que carecen de tal cualidad y se conducen permanentemente entre la frivolidad y la hipocresía. Atributos que no quedan lejos de unos personajes femeninos entre los que destaca Lady Bracknell (interpretada por una fabulosa Paloma Paso Jardiel), quien, a sus marcados prejuicios y conciencia de clase, une un rasgo definitivo denunciado por el dramaturgo irlandés: el interés. El seductor nombre de Ernesto, y la infamante aureola que precede a su inexistente portador -se trata de un hermano inventado por Jack en sus salidas a Londres-, hacen sucumbir de amor por él a Gwendolen (Inés Kerzan) y Cecily (Ana Azorín), y empujarán incluso a Algernon (Jordi Millán) y Jack (David DeGea) a tomar la decisión de bautizarse de nuevo para adoptar dicho nombre. No desgranaremos los detalles de una trama en la que juega asimismo un importante papel Lane (Ángela Peirat), criado convertido por Paso en seductora criada metomentodo, en una versión que elimina asimismo al mayordomo Merriman y la institutriz Miss Prism del original, completando el reparto un Reverendo Chasuble (Guillermo López-Acosta) imprescindible en la evolución de esta; solo añadiremos que el tradicional final feliz en boda, anagnórisis incluida, conecta este renovador texto, que anticipa muchos de los grandes aciertos de la comedia de humor burguesa del siglo XX, con una tradición teatral previa en la que reconocemos, incluso, la huella de la comedia áurea española.

Ramón Paso ha sabido conservar, en su excelente versión del texto de Wilde, toda la esencia y el sentido de un texto que en ningún momento dejamos de ver, trasladando la acción a una época que, a pesar de los recurrentes e intencionados anacronismos incluidos por el director en su montaje, identificamos con la Inglaterra de finales del siglo XIX. Y esto lo consigue, básicamente, gracias al vestuario empleado, que, aun modernizado en numerosos elementos que lo acercan a una intemporal actualidad, mantiene en su esencia el espíritu victoriano; así como algunos objetos de utilería, como los quitasoles que portan -y blanden- Gwendolyn y Cecily en una divertida -otra más- escena de la comedia, y en general ciertas maneras gestuales -no siempre-, emanadas del propio texto, que nos trasladan, desde la convención teatral, a un ficticio espacio decimonónico donde tienen cabida tanto la música moderna como las tablets o los móviles, con la misma naturalidad con que las mujeres lucen sus ligueros o usan deportivas bajo sus vestidos. Solo Ramón Paso es capaz de ofrecernos una mixtura semejante y hacerla natural y creíble, con la aparente sencillez de un juego descarado en el que el espectador no puede más que adentrarse y dejarse llevar.

Todos los intérpretes de esta chispeante comedia -rostros habituales en los repartos de la compañía, a los que debemos añadir a David DeGea, Guillermo López-Acosta y una radiante Paloma Paso Jardiel que esperamos tener la fortuna de volver a ver con más frecuencia sobre las tablas- se lanzan a ese juego, dándonos lo mejor de sí. Brillantes se muestran Ana Azorín, Inés Kerzan, Ángela Peirat y Jordi Millán en un excelente trabajo que parece agrandarse sobre las tablas de un escenario como el de la "Bombonera de don Cándido", hecho sin duda a su medida.

Programada en un principio hasta el 1 de septiembre, nos anuncian que la obra extenderá su permanencia en el Teatro Lara hasta finales de dicho mes. Una magnífica ocasión de visitar uno de los teatros decimonónicos más coquetos y acogedores de Madrid, y disfrutar de la maestría y el ingenio de Oscar Wilde, a través de los ojos de quien se apellida Paso.

José Luis González Subías

Fotografías: Ramón Paso

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