Sergio Blanco o Las mil caras del yo


No podíamos dejar pasar, tras leer su obra y conocer al autor en la pasada presentación de sus dos últimos libros, Autoficción. Una ingeniería del yo y Autoficciones (Punto de Vista Editores, 2018), la posibilidad de ver en escena El bramido de Düsseldorf (2016), nueva entrega de esas autoficciones dramáticas que el escritor franco-uruguayo Sergio Blanco ha convertido en un subgénero teatral con identidad propia (si es que la identidad es posible en el mundo creado por el autor, donde toda identidad juega a ser falsa), al que ha dado su forma y estilo, convirtiéndolo en seña de identidad de su dramaturgia. Tan solo unos días ha durado la visita a Madrid de quien ha sido considerado por José Luis García Barrientos "uno de los cuatro o cinco dramaturgos mayores de la lengua española en la actualidad"; y las tres únicas jornadas en que su texto ha podido contemplarse en el Teatro de la Abadía, en el marco del 36 Festival de Otoño, se han mostrado insuficientes para satisfacer la curiosidad que la obra de este personal creador escénico despierta en un público que ha llenado la sala José Luis Alonso a lo largo del pasado fin de semana.

Aguijonaban también nuestro interés algunas críticas que habíamos leído sobre el montaje del dramaturgo, cuya dirección corre asimismo a cargo de este. Si bien, como Alfieri, no acostumbro a leer lo escrito por otros antes de ofrecer mi propia impresión sobre un texto o, como es el caso, una puesta en escena, no pude evitar ojear ciertas opiniones que me parecieron manifiestamente acerbas y críticas con la obra; lo que me hizo querer comprobar la justicia de estos asertos, y si se ajustaban a la idea que tanto la escritura como la "personalidad" (¿cuál de ellas?) del autor habían forjado en mi mente sobre lo que iba a ver. Lo cierto es que, tras su paso por la Abadía, Sergio Blanco puede decir como César: Veni, vidi, vici. Blanco convenció y venció a un público que aplaudió con entusiasmo, y puesto en pie, su propuesta escénica.

En una inmaculada y aséptica caja blanca (¿habrá pensado el autor-director en la correspondencia del espacio y su apellido?), entre quirófano hospitalario, cámara de aislamiento psiquiátrico y antesala del paraíso, capaz de convertirse en psicodélico escenario de conciertos gracias a un preciso y acertado empleo de la iluminación, se desarrolla toda la acción de esta singular pieza en la que el teatro se convierte en un laboratorio experimental donde el psicoanálisis y un surrealismo consciente juegan a descubrir la verdad del yo. Desde un distanciamiento de corte brechtiano, los tres únicos actores que protagonizan la pieza (Gustavo Saffores, Walter Rey y Soledad Frugone; los mismos que la estrenaron en Montevideo en 2017) mantienen un permanente contacto con el público, que participa de cuanto sucede en el escenario como un receptor real, confidente de las confesiones realizadas a este por Sergio Blanco y al que se dirigen las continuas interpelaciones narrativas que presiden el texto. Porque Blanco (personaje principal de la historia, interpretado por Gustavo Saffores con tal acierto que, como don Quijote con Cervantes, ha llegado a suplantar y sustituir al verdadero Sergio Blanco, de tal manera que resulta difícil pensar en este sin ver a aquel) ha construido una narración dramatizada, donde los personajes cuentan al público una historia que reproducen teatralmente ante este rompiendo por completo cualquier atisbo de verosimilitud escénica; aun cuanto sucede nos transmite, desde el juego aceptado, una extraordinaria sensación de verdad y vida; incluso desde la certeza de que el juego autoficcional parte, y debe interpretarse, desde un necesario pacto de mentira.

La citada historia no es otra que el recuerdo y recreación de la muerte (ficticia) del padre de Sergio Blanco (en una interpretación tan magistral de Walter Rey que resultará difícil, a pesar del elemento distanciador ya mencionado, dejar de identificar la figura de este magnífico actor con la del progenitor del dramaturgo) en la ciudad de Düsseldolf, adonde ha acompañado a su hijo, que ha sido contratado por una productora de cine pornográfico como guionista. La estancia en la localidad alemana se relaciona asimismo con el propósito del autor de convertirse al judaísmo y la figura de Peter Kürten, un legendario asesino en serie alemán; motivos presentes a lo largo de la historia y que servirán para dar forma a dos de los cinco "bramidos" en que se estructura la pieza, además de la "captatio" previa donde se presentan los actores y personajes, y el desenlace o "recapitulatio", donde Blanco, internado en una clínica del sur de Chile, recibe la visita de Lenka, la madre del joven que se suicidó tras presenciar La ira de Narciso (2014). En su entrevista, Blanco, en un nuevo giro de metaficcionalidad, promete a su visitante no sacar esa escena en su próxima obra, cuyo título, El bramido de Düsseldorf, entiende esta que "es realmente un título hermoso".

Todo es posible en el universo metaliterario, metaficcional y metavital en que Sergio Blanco convierte la escena. Es su mundo autoficticio un surrealismo controlado, donde lo onírico se confunde con la realidad y lo irreal aflora desde un inconsciente al que trata de domeñar el autor-demiurgo con la consciencia y la libertad de la ficción dramática. En el juego teatral de Sergio Blanco (un juego peligroso y profundo donde los naipes son la propia vida) la verdad y la mentira se entrecruzan; la comicidad (el mejor elemento distanciador y la mejor cura del alma) aflora con frecuencia, para recordarnos, como hacen los actores en varios momentos, que cuanto estamos contemplando no es más que teatro. No duda el director (recordemos, el propio Blanco) en intercalar en la acción populares canciones, conocidas por el público (desde un Losing My Religion de R.E.M., en absoluto inocuo, al mucho más lejano Lili Marleen de Marlene Dietrich), interpretadas con desparpajo y soltura por los actores, con Soledad Frugone a la voz y un Gustavo Saffores cuyo bajo simboliza uno de los sueños aún no cumplidos de Blanco: su deseo de ser bajista en un grupo de rock. Como tampoco siente reparo alguno en utilizar información de Wikipedia (¿quién no lo hace?), que incorpora a su texto, afirmándolo sin sonrojo en un guiño entre juguetón, provocador y cómplice.

Continuos guiños a la literatura, al cine, a la actualidad, al pasado... Todo lo vivido y por vivir es materia teatralizable para Blanco, quien se encuentra acompañado en su aventura por un solvente equipo técnico capaz de reproducir sus fantasías, tanto a través del empleo del videoarte  (Miguel Grompone) como de la plasmación escenográfica, la luz o el sonido (Laura Leifert y Sebastián Marrero). Mención especial merecen los tres excelentes actores que dan vida a este universo, Gustavo SafforesWalter Rey y Soledad Frugone, cuyas cualidades interpretativas son capaces de hacer real y creíble tal, en apariencia, disparatada acumulación de sucesos, aportando cohesión dramática y un tono de naturalidad y verismo al conjunto que resulta absolutamente necesario para lograr el efecto pretendido por el autor.    

Afirma Soledad Frugone, al inicio de la obra, refiriéndose a Sergio Blanco, haberle oído decir muchas veces algo que lo define: "No escribo sobre mí porque me quiera a mí mismo, sino porque quiero que me quieran"; y a fe que, en nuestro caso, lo ha conseguido.

José Luis G. Subías

Fotografías del montaje: Narí Aharonián; de Sergio Blanco: Robert Yabeck


   

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