La humanidad de unas musas vestidas de harapos y lentejuelas


A punto hemos estado de perdernos la nueva propuesta escénica de La Zaranda, en una coproducción con el Teatro Español y el Teatro Romea de Barcelona, que desde el pasado 22 de mayo ha podido disfrutarse en el citado coliseo madrileño. Autodenominada "Compañía de Teatro Inestable de Ninguna Parte" -antes, "de Andalucía la Baja"-, esta singular apuesta teatral fundada en Jerez de la Frontera en 1978 se ha caracterizado, en sus más de cuarenta años de existencia, por su permanente búsqueda de un lenguaje original, presidido por la imaginación y la libertad creativa. El mundo mostrado en sus textos se halla impregnado en las raíces de la cultura popular, prioritariamente andaluza, a la que se viste de un decadentismo carnavalesco, con aires de murga gaditana, en el que rezuma la huella de las pinturas negras goyescas, de Gutiérrez-Solana, la herencia valleinclanesca o el teatro de Martín Recuerda, en su expresionista caricatura de una sociedad retratada a través de un espejo deformador, pero perfectamente identificable en lo que de real hay en ella.

Este es el tono que se respira en El desguace de las musas, la última entrega de La Zaranda, que fue estrenada el 1 de febrero de 2019 en el Teatro Principal de Zaragoza; escrita por Eusebio Calonge, miembro de la compañía casi desde sus inicios y autor de la mayor parte de sus textos desde los años noventa hasta hoy, y dirigida por Paco de La Zaranda o, lo que es lo mismo, Francisco Sánchez, a quien han acompañado siempre sobre el escenario y en los caminos Gaspar Campuzano y Enrique Bustos. A los tres hemos vuelto a ver juntos en esta ocasión, representando a La Rajá, Culipicao y a don Pepe; acompañados por Inma Barrionuevo (Corín la Volcán), Mª Ángeles Pérez-Muñoz (Juani La Tosca) y Gabino Diego (Melvin Kentuki).

Con un título muy a propósito para el sentido de la pieza, El desguace de las musas nos ofrece un viaje a un pasado no lejano de nuestra historia teatral y al espacio menos glamuroso y visitado de esta; la sórdida realidad de una vida destinada a construir y alimentar unos sueños -los propios y ajenos- que es incapaz de sostener, y apenas el sustento, cuando el público no abona con su asistencia la posibilidad de su existencia. El debate entre la actividad comercial y la creación artística se vuelve estéril cuando esta última pasa hambre y bajo el brillo de las lentejuelas languidecen los harapos y la decrépita vejez asoma bajo el maquillaje. Las máscaras de la ficción se convierten en mortajas fantasmales en esta obra donde la decadencia, la decrepitud y la miseria de unos cómicos en el declive de sus vidas se convierte en alegoría de la escena, pero también de la propia vida ("La gloria y el amor tras que corremos / sombras de un sueño son que perseguimos: ¡despertar es morir!"). Y el resultado de la imagen ofrecida por La Zaranda es aún más efectivo al hacer protagonista de la historia a una vieja compañía de tercera, de un tiempo que muchos todavía recordamos, dedicada a un género hoy en desuso y minusvalorado: el teatro de varietés y la revista.

Muchos aspectos son destacables en un montaje donde la sobriedad escénica y la imaginación caminan parejas, en un solvente equilibrio manifestado en una escenografía donde cada elemento cobra vida y un ingenioso conjunto de mesas de madera, junto con un par de escalas del mismo material, sirven para crear un poliédrico puzle sobre la escena que aporta juego, dinamismo y variedad al espacio y a la acción. Pero, por encima de todos, destaca el excelente trabajo de un elenco actoral de lujo. La efectiva y siempre sugerente metateatralidad que sustenta y recorre el espectáculo convierte en protagonistas exclusivos de este a los actores y artistas que lo hacen posible; tanto los representantes como los representados. El talento, la veteranía y el saber hacer de Gabino Diego, Inma Barrionuevo, Mª Ángeles Pérez-Muñoz, Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez, orquestados con maestría por este último, quien construye una divertidísima Rajá que ofreció algunos de los momentos más distendidos de la noche, sostuvieron al público en un permanente deseo de iniciar unas risas que nunca terminaron de arrancar abiertamente, y lograron trasmitirle la incómoda tensión de estar asistiendo a unas escenas tragicómicas donde lo cómico muere antes de nacer, sepultado por el patetismo de lo que en realidad podría calificarse como tragedia grotesca.

Nuestros aplausos prestaron su voz a los de un público que nunca acaba de llegar en la obra. Y a ese público, tan fantasmal como ellos mismos, dirigieron los personajes sus saludos; unos saludos que se perdieron en la oscuridad del escenario poco antes de que nosotros, ausentes espectadores, iniciáramos la salida del teatro. Como volverán a hacer hoy, 9 de junio, quienes tengan la oportunidad de ver a La Zaranda en la última función de su visita al Teatro Español.

José Luis G. Subías

Fotos: Víctor Iglesias

Comentarios

  1. He descubierto por primera vez a La Zaranda y ha superado todas mis expectativas; teatro creativo, auténtico, con unos actores magníficos. Obra que te hace pensar, con muchas escenas y frases que recrean y parodian situaciones actuales ¡Más Zaranda por favor!

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