"El burlador de Sevilla" se instala en las tablas del Teatro de la Comedia


Reencontrarse con El burlador de Sevilla es siempre una experiencia emocionante que genera cierta inquietud. ¿Con qué voy a encontrarme esta vez?, se pregunta el conocedor del texto y su personaje, al que hace tiempo considera ya un viejo amigo, un compañero de viaje que cada cierto tiempo le sale al encuentro volviendo a subirse al escenario para hacer de las suyas. Muchos son hoy los detractores del mito de don Juan, en una sociedad obsesionada por destruir, ocultar o tergiversar todo cuanto del pasado resulte incómodo o abominable a los ojos del presente; aunque para ello sea preciso incendiar, como talibanes de una nueva fe, nuestro patrimonio cultural y artístico. Afortunadamente, no es ese el caso del montaje que ayer disfrutamos en el Teatro de la Comedia, donde pudimos ver al burlador en estado puro.

Si algo se aprecia inmediatamente en la nueva versión de la célebre comedia atribuida a Tirso de Molina, es el respeto de su director, Josep Maria Mestres, por el mito, la obra y el personaje. Es muy de agradecer que, quien toma prestado el legado de un texto con casi cuatrocientos años de antigüedad, que ha generado ríos de tinta y toda una tradición literaria de alcance humanístico e, incluso teológico, lo haga desde el aprecio hacia esta; con la intención de ofrecer, de la manera más respetuosa posible, tanto con el texto (excelente trabajo el de Borja Ortiz de Gondra, que tiene la gran virtud de saber pasar inadvertido frente a los versos de Tirso) como con el sentido del mismo, una comedia trágica barroca capaz de transmitirle aún hoy algo al público y conectar (o no) con este. Y aquí reside uno de los grandes valores, en nuestra opinión, de un montaje al que respetamos en la misma medida. No importa que la obra se haya vestido "a la moderna", y que los trajes de época, las capas, sombreros emplumados y espadas se hayan trocado por un vestuario (creación de María Araujo) de aire contemporáneo, dominado por los trajes de chaqueta y las corbatas; o que el atuendo de don Juan sea el de un chulo discotequero presto a saciar su insaciable deseo sexual en un permanente estado de sábado-noche. Una vez superada la sorpresa inicial (poca sorpresa, en cualquier caso, ante un recurso hoy siempre esperable), enseguida conectamos con la obra y percibimos las ropas de este y de los restantes personajes como apropiadas y de un acertado buen gusto plástico, acorde con la estética pretendida por el director; remarcada asimismo por una escenografía práctica y funcional (obra de Clara Notari), que juega con las sugerencias y los símbolos, lejos de cualquier realismo, donde la claridad de los mármoles apoya el blanco que sirve de contraste, también en las ropas, al color negro que domina cromáticamente el vestuario y algunos de los momentos claves de la acción; siendo este el tono más adecuado para expresar tanto el fatídico final que aguarda a don Juan como el estado de su alma.


Porque no debemos olvidar que este, y no otro, es el mensaje de la obra tirsiana, una comedia teológica destinada a mostrar la bajeza moral de un personaje sin escrúpulos, que utiliza su poder (es hijo de un grande del reino, privado del rey Alfonso XI) para hacer su antojo, seguro de su impunidad ante la ley. En este caso, su voluntad se centra en la consecución del placer sexual, motivo destacado en esta primera versión del mito, frente a su arrojo como matador de hombres (su única víctima mortal en esta obra es el padre de doña Ana, don Gonzalo de Ulloa) potenciado en la romántica versión de Zorrilla. Don Juan es un devorador sexual que emplea el engaño, uno de los peores defectos de un caballero (se trata de un burlador, no un conquistador), para conseguir a sus víctimas. Unas víctimas que, en esta versión, se presentan no tan inocentes (y mucho menos pasivas) y con una libidinosidad capaz de competir con el apetito del varón. El cúmulo de desmanes cometidos tendrá su merecido castigo, según la finalidad moralizante de la pieza, en la parte final del texto, cuando asistimos al momento en que la estatua de don Gonzalo, el convidado de piedra, es invitada por el sacrílego don Juan a cenar en su mesa y este acude a la cita; adentrándonos a partir de ese instante en un mundo fantasmagórico, de carácter sobrenatural, que alcanza su plenitud en la cena macabra a la que el muerto convida asimismo a don Juan, donde este hallará la muerte arrastrado a los infiernos.

Esta es justicia de Dios;
"quien tal hace, que tal pague".

Aunque el dramaturgo devuelve el orden a la sociedad vilipendiada por el burlador, dando a su texto un final feliz, al uso barroco, con las bodas de todas las parejas implicadas en la historia, el hecho luctuoso que acaba de suceder lo impregna todo, y solo las ocurrentes palabras de Catalinón (en un añadido muy oportuno por parte de Ortiz de Gondra), con las que concluye el texto ("¿Y a mí quién me paga?"), libera la tensión dramática por lo sucedido.

Excelente puesta en escena, con brillantes aciertos de una dirección que ofrece ingeniosas y bellas soluciones para plasmar los diferentes espacios y situaciones del texto; como la ideada para recrear las aguas del mar, en la escena donde se presenta la pescadora Tisbea, haciendo uso de una ondulante tela plateada sobre el suelo; y que incorpora algunas de las innovaciones más empleadas recientemente en nuestros escenarios, como la videoescena creada por Álvaro Luna para este montaje. Como excelente es asimismo el trabajo de la quincena de actores que forman el reparto; entre los que quisiéramos destacar a un insuperable Pepe Viyuela en el papel de Catalinón, cuyas dotes cómicas se completan con un dominio de la palabra, la voz, el gesto y la intención escénica solo reservados a los más grandes; a Mamen Camacho (Tisbea), cuya fuerza e intensidad sobre el escenario, de un realismo poético, ha vuelto a cautivarnos en una de las mejores escenas de la obra y del montaje (genial el encuentro amoroso entre don Juan y esta, donde la tensión sexual se corporeiza en una sinuosa danza de cortejo previo al apareamiento, y el desgarro posterior a su abandono tras el encuentro amoroso, cuando hace suyo el bello monólogo de Tirso en torno al fuego y el agua); a una elegantísima Lara Grube (Aminta), que llena la escena con su grácil figura y una voz privilegiada, sin duda nacida para el escenario; a José Juan Rodríguez (Batricio), el novio humillado el día de su boda, que realiza una de las interpretaciones más sinceras y sentidas de cuantas pudimos contemplar, y en quien reconocimos a un gran actor; y cómo no, a Raúl Prieto, un don Juan real, de carne y hueso, que hace suyo el personaje en una interpretación llena de verismo y vida, que otorga quizá mayor grandeza al burlador, al convertirlo en un ser, aunque despreciable, humano. Completan el reparto de este magnífico elenco de actores Elvira Cuadrupani, Ricardo Reguera, Pedro Miguel Martínez, Samuel Viyuela, Egoitz Sánchez, Paco Lahoz, Irene Serrano, Juan Calot, Ángel Pardo y José Ramón Iglesias.     

Como afirma su director, Josep Maria Mestres, "Por todo esto nos sigue interesando El burlador de Sevilla. Y porque hay tanta poesía, tanta belleza, tanta magia, tanto sentido del humor, tanta teatralidad en el cuento de Tirso que no nos cansamos de escucharlo". Para quien desee hacerlo, la obra permanecerá en el Teatro de la Comedia hasta el próximo 3 de junio.

José Luis G. Subías

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