"Federico, en carne viva", drama 'inconcluso' de José Moreno Arenas

Ángela Martín Pérez, José Moreno Arenas, Miguel Cegarra y Adelardo Méndez Moya.
Presentación de la obra en el Centro Sociocultural Fernando de los Ríos (Albolote, Granada)
(Foto: Esther Leal)
 

El 17 de enero de 2018, en el Teatro Echegaray de Málaga, José Moreno Arenas (Albolote, Granada, 1954) presenta Federico, en carne vivaquizá su más ambiciosa producción teatral hasta el momento, en la que, abandonando el formato que ha caracterizado el grueso de su dramaturgia en las dos últimas décadas ―esas piezas breves a las que Méndez Moya bautizó como “pulgas dramáticas”―, se lanza a la construcción de un universo escénico nuevo. Este andaluz universal, cuyas obras se estudian desde hace tiempo allende nuestras fronteras y han sido traducidas a numerosas lenguas, da un nuevo giro de tuerca a su estilo para ofrecernos un texto en dos actos de acentuado sentido literario donde, tomando como motivo la figura de Lorca, vuelca gran parte de sus inquietudes como autor teatral, sobre el sentido mismo del teatro y su concepción del arte escénico. La obra fue publicada por la revista norteamericana Estreno, en la primavera de 2019 (XLV, 1).

Todavía reconocemos en este "drama inconcluso", como lo subtitula Arenas ―en un claro guiño a esa Comedia sin título que el de Fuente Vaqueros dejó inacabada―, al autor del Teatro indigesto y esas Escenas antropofágicas dignas herederas del legado de Martínez Mediero y José Ruibal, destinadas a incomodar la confortabilidad acomodaticia del público, más que en la sala ―que también―, en su conciencia; como apreciamos la tradición vanguardista del teatro del absurdo, el surrealismo, Pirandello y el metateatro; pero el autor granadino amplía su registro y nos ofrece otras facetas de su dimensión como escritor y dramaturgo, que trataremos de desentrañar en estas líneas.

Federico, en carne viva se construye temáticamente a partir de la antítesis armónica entre tradición y vanguardia que conformó el estilo de la generación del 27, que en García Lorca se torna antítesis agónica manifestada en sus obras teatrales más vanguardistas, incomprendidas en su tiempo. Los teatros de entonces son, para este, “sepulturas con focos de gas, y anuncios, y largas filas de butacas”; y será necesario enterrarlos para resucitar la escena, incluso darse un tiro ―morir para renacer― “para inaugurar el verdadero teatro, el teatro bajo la arena” (El público, cuadro I); alusión recogida por Moreno Arenas, entre tantas otras del autor homenajeado ―y reivindicado en su dimensión más humana―, cuando hace decir a Federico, personaje principal de su drama, que su verdadera vida, su plena existencia, “está bajo la alcantarilla, bajo la tierra”, y decide regresar “bajo la arena”, “un espacio para las máscaras donde la hipocresía no encuentra acomodo” (II). El Lorca transgresor y rupturista asoma en unas afirmaciones que lo posicionan contra el público de su tiempo ―aquel que había abrazado sus textos de dimensión más popular―, mucho antes de que Ruibal, Mediero o Martínez Ballesteros escribieran, décadas más tarde, ese teatro difícil construido “contra el público”; como lo hará en el cambio de siglo Moreno Arenas con su teatro incómodo e indigesto y en la reivindicación del Lorca defensor de ese teatro imposible donde afirma hallarse su “verdadero teatro” (I).

La obra, plena de elementos simbólicos, nos sitúa desde el primer momento en un ambiente metateatral, al ubicar la acción en un escenario donde se acumulan desordenadamente objetos de diferentes montajes lorquianos, identificables con su teatro más conocido, así como carteles de estos y fotografías de Margarita Xirgu, la actriz que representó, y para la que escribió, algunos de sus más importantes éxitos. Un pozo de patio, característico de la Vega de Granada, y una alcantarilla, desde la que accede al escenario Federico y por la que finalmente desaparece, constituyen los dos polos opuestos y enfrentados sobre los que se construye el debate dialéctico y emotivo que tendrá lugar en escena, personificado en dos figuras, Lorca y Margarita Xirgu; esta última acompañada en su papel por otros relevantes personajes del universo lorquiano, como son Bernarda Alba, Yerma, Pepe el Romano o don Perlimplín. Frente al pozo de estancadas aguas ―referencia habitual a la muerte en la simbología lorquiana― al que se aferran Margarita y las restantes creaciones del dramaturgo, las que le han dado su fama, se alza el anhelo artístico de Federico, que imagina un nuevo teatro, condenado sin embargo a permanecer bajo la alcantarilla ―bajo la arena― ante el desprecio de un público, y una profesión teatral, incapaces de comprenderlo.

La acción se supone ambientada en las inmediaciones de una Guerra Civil, que será asimismo antesala de la muerte del poeta, tal y como parece anunciar, en un macabro guiño del destino, el título de la obra que ha sido rechazada por los empresarios: Así que pasen cinco años. El destino que aguarda a estos textos imposibles del dramaturgo, aquellos que verdaderamente desea escribir, camina de forma paralela a su propia existencia, que parece ir extinguiéndose junto con su afán renovador de la escena. Muchas son las alusiones dirigidas, a lo largo de la obra, a una muerte cuya presencia es permanente en un texto que ha sabido captar y reproducir la esencia lírica y trágica del teatro lorquiano ―“Siento que se me escapa el alma, como si se fuera a otro mundo, a otros espacios que no conozco…” (II); “Ya no hay más momentos” (II); “Presiento el final, Margarita; un final amargo, triste. Es el final absoluto y definitivo” (II).

Lorca se muere ―su muerte anímica es anterior a su desaparición física en el texto―, ahogado por un entorno retrógrado que le impide crear y vivir plenamente; en medio de una sociedad que desprecia y denuncia ―denuncia tras la que se oye la voz de Moreno Arenas―, acostumbrada a beber el agua amarga del pozo de la tradición y el inmovilismo:

[… ] la que beben todos estos. (…Y señala al público.) La misma que han dado de beber a Bernarda y a tantos otros por mor de unas costumbres con fuerza de ley que permiten la humillación, la esclavización de unos seres humanos por otros. (Breve pausa. Derrotista. Con la cabeza gacha.) Una moral bañada en océanos de hipocresía que no aceptan a las personas como son. (II)

Elena Bolaños y Rubén Carballés en el Teatro Echegaray,
de Málaga, en el estreno de la pieza durante el Festival de
Teatro de Málaga, en enero de 2018 (Foto: José Manuel Ferro)
Moreno Arenas identifica en su obra el inmovilismo teatral con el inmovilismo y la deshumanización de una sociedad a la que apuntan, por regla general, los dardos de su producción dramática. Hermanado con los sentimientos del poeta granadino, Arenas trata de reivindicar en su texto la dimensión humana de quien fuera elevado a mito por su fama en vida, pero también por las trágicas circunstancias de su temprana muerte. Como afirma el autor, su pretensión era acercarse “al Federico-hombre en detrimento del Federico-mito”. Para ello, junto al conflicto de carácter artístico-estético que subyace en el texto aparecen otros de alcance social y personal, que el dramaturgo alboloteño ha querido potenciar. El amor de Lorca por Juan, un joven de 19 años ―menor de edad en aquel tiempo― al que no puede abandonar para marcharse a México con Margarita Xirgu y huir de un destino al que parece sentirse arrastrado, constituye el conflicto sentimental sobre el que se sustenta asimismo este drama, que nos remite a la temática lorquiana del amor imposible. El sentimiento amoroso que inunda al poeta es descrito por Moreno Arenas en unos términos de extraordinaria fuerza y belleza lírica, que parecen emanadas del autor de Bodas de sangre:

No busco mi propio placer; renuncio a él. Busco el suyo, busco la plenitud de una relación de amor intenso. Aunque la alegría de la juventud corre por mis venas, no me quita el sueño la pasión; busco la comunión total. […] ¡Que mi cuerpo ama al suyo desesperadamente y mis labios claman por rozarse con los pétalos de su boca! […] Quise yo conocer sus secretos y así, horadando en sus cavidades más profundas, acabé perdidamente enamorado de su alma. (II)

Imbuido de la esencia lírica del teatro lorquiano, el dramaturgo de Albolote se mimetiza con Lorca hasta tal punto que las palabras que pone en boca de su personaje muestran su verdadera dimensión como escritor, y su capacidad para conjugar armónicamente poesía y drama:

La belleza del teatro no se halla en el glamour que lo circunda. El teatro es hermoso por sí mismo; es intrínsecamente bello. Como el desierto… (Recreándose) El desierto es bello no por la certeza de que acune agua bajo el manto de arena. Su belleza se encuentra en el color único de sus rizados surcos de arena, que mutan sin descanso con el rítmico e inexorable caminar del sol y de la luna; en lo efímero de su ondulada silueta, cuyas líneas se difuminan y desdibujan por las sucesivas embestidas del viento; en el misterio y la magia de lo desconocido, que nos llevan a una inquietante inseguridad; en la duda que nos genera, ya que no hay opciones para elegir caminos, pues él mismo, en su inmensidad, es el camino, un camino que puede conducirnos a la muerte. (II)

Este importante componente lírico de la obra constituye, en nuestra opinión, uno de sus principales aciertos, al erigirse la palabra dramática no solo en expresión verbalizada de un conflicto interno, sino también en instrumento de belleza, y de denuncia; aspecto este último donde la voz de Moreno Arenas se hace más reconocible:

Regreso “bajo la arena”, un espacio para las máscaras en el que la hipocresía no encuentra acomodo. Voy a un mundo cuya moral me acepta como soy. En él no hay límites para el amor: no hay sometimiento; nadie manda, nadie domina; solo abandono y goce mutuo. (Por los espectadores) Sois incapaces de llevar la paz a quienes no piensan como la mayoría de vosotros, obligando con vuestra sucia moral a que se sientan avergonzados de ser como son, a que se vean abocados a vivir amores oscuros, de catacumbas. (Igual, alzando la voz) ¡Pudríos “al aire libre” con vuestras mentes inmovilistas, negadas para abrirse a los problemas de los demás; y que vuestras conciencias, convertidas en gusanos, os devoren antes de sentir la mortaja sobre vuestras carnes inertes! […] Todo está contaminado. Esta viciada atmósfera que estoy respirando ahora y que vosotros habéis convertido en vuestra casa, es el auténtico inframundo, el de las cloacas. (…Y sentencia) ¡Quedaos con Bernarda! (II)

Rubén Carballés (Lorca) en el Frida Kahlo de Los Ángeles
(Foto: Polly J. Hodge) 
Bernarda Alba simboliza en el texto la tradición, y la represión ligada a esta; es la encarnación literaria de esa prisión que atenaza al poeta, de “esos barrotes que me asfixian” (I) y de los que desea escapar. ¿Qué mundo es ese, bajo la arena, en el que termina refugiándose? La huida de Federico ocultándose en la alcantarilla y sus insinuaciones sobre ese mundo ideal al que se dirige recuerdan otros textos de nuestra tradición simbolista teatral más próxima; desde aquellos verdes campos del Edén perseguidos por Juan en la obra de Antonio Gala, al oscuro corazón del bosque imaginado por Alonso de Santos.

Algo de delirio fantasmal hay en un texto en el que conviven distintos planos de ficción, y la realidad ―también ficcional― de Federico y Margarita se confunde con la de sus personajes; al igual que se pierde la noción temporal en un espacio donde pasado y futuro confluyen en un punto difuso, previo ―o quizá no― a la Guerra Civil, en el que se reproduce una situación con tintes surrealistas, protagonizada tanto por entes de ficción como por personajes vivos o, acaso, muertos.

Moreno Arenas vuelve a mostrar en este texto que su voz es hoy un referente ineludible para las nuevas generaciones de dramaturgos, constituyendo un necesario eslabón entre estas y las generaciones teatrales más renovadoras del periodo franquista y los primeros años de la democracia. El debate teórico que introduce en el texto en torno al teatro ―más que debate, se trata de una crítica sin respuesta―, y su posicionamiento junto al Federico que defiende agónicamente un teatro renovador, experimental, muestran la conexión de su obra con la estética y la intencionalidad de las vanguardias históricas, simbolizadas asimismo en la arriesgada ―y efectiva― introducción de Buster Keaton como personaje, conviviendo en igualdad de condiciones tanto con los personajes lorquianos como con Margarita Xirgu y Lorca. La dimensión pirandelliana del texto, que adquiere un decidido dramatismo existencial, de corte unamuniano, en una fantástica escena sostenida entre Bernarda Alba y Margarita ―“Usted no es Bernarda. El alma de Bernarda la ha creado Federico y la he pulido yo. Usted no es nadie; usted no es Bernarda; ni siquiera Bernarda le pertenece. ¿Es capaz de entenderlo?” (I)―, conecta asimismo con la dramaturgia del absurdo ―el fruto más logrado de la vanguardia teatral en el pasado siglo― en la última despedida de un Federico que afirma, antes de ocultarse definitivamente bajo la alcantarilla, que estará “de tertulia eterna con Samuel Beckett”. Pero también con un surrealismo al que Moreno Arenas dirige un guiño cómplice, como posibilidad de un teatro futuro que nunca llegó a ser, en la alusión a esa comedia lorquiana sin título, que quedó “inconclusa”, y en un significativo final en el que Buster Keaton desaparece tras Federico bajo la alcantarilla y Bernarda Alba, apropiándose de su bicicleta, se marcha subida en ella por la puerta del fondo del patio de butacas, mientras los acordes granadinos del “Anda jaleo” se funden progresivamente con las notas surrealistas emanadas del percusionista alicantino Josep Vicent. Excelente culminación y representación simbólica de esa “antítesis armónica” sobre la que, como señalábamos al inicio de nuestro breve estudio, se construye Federico, en carne viva.

José Luis González Subías


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(Esta reseña fue publicada en el Boletín de la Academia de Buenas Letras de Granada, 13, julio-diciembre 2019, pp. 136-139)

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