Una Troya que no deja de arder



Admiro el trabajo y la dedicación de los mortales que, subidos en las alas de su creatividad, se convierten por un momento en dioses, o en heraldos de su mensaje, capaces de acercarnos a ellos con sus sueños. A esta categoría pertenecen quienes, sobre las tablas de un escenario, reviven en cada función la sagrada ceremonia en que el hombre se muestra retratado y desnudo. 

Este ritual alcanza su más elaborada y compleja expresión en la tragedia griega, género superior entre las distintas formas escénicas al que, después de veinticinco siglos, los directores de escena de nuestro tiempo, en una suerte de respetuosa idolatría, siguen pretendiendo extraer sus más íntimos secretos y posibilidades. Como ha vuelto a hacer Francisco J. de los Ríos en su personal y libre versión de uno de los textos emblemáticos de Eurípides, estrenada ayer en La Usina, una pequeña sala madrileña en la que el concepto de "Laboratorio teatral" se hace vivo en cada nueva representación que ofrece.

Troyanas es la expresión del cruento resultado de la guerra; de cualquier guerra. El director de este nuevo experimento trágico pretende ubicar la acción en la actual ciudad de Alepo (Siria), con la intención de concienciar, desde el cultivo de lo que entiende como "nuevo teatro socio-político", sobre la terrible realidad de unos hechos por desgracia repetidos insistentemente en la historia de una humanidad que muestra con demasiada frecuencia su peor rostro. Los horrores de la guerra cobran mayor fuerza, además, al ser en este caso las víctimas un grupo de mujeres (Hécuba, Casandra, Andrómaca y Helena) y un pequeño bebé (el hijo de Héctor y Andrómaca), que será vilmente asesinado por los aqueos. De los Ríos ha eliminado conscientemente de esta versión personajes innecesarios para la finalidad perseguida (como el rey Menelao o los dioses Poseidón y Atenea), concentrando toda la fuerza de la masculinidad en el soldado Polemós, inventado por el adaptador (sustituto del heraldo Taltibio), cuyo nombre remite a la personificación mitológica de la guerra; al igual que ha suprimido el prioritario papel de un coro sin el cual la tragedia pierde un ingrediente fundamental del juego escénico, pero que dota, por el contrario, al montaje de un realismo intimista imposible de obtener con la presencia de un coro observador y participante en los hechos.  

Violencia física y sexual, abuso de poder, sufrimiento, dolor, crueldad y muerte son los ingredientes de este texto cuyos inmediatos efectos sobre el público remiten al temor y la compasión exigidos por Aristóteles para generar la purificación catártica. Los mismos efectos perseguidos por un teatro de la crueldad, relacionado en muchos aspectos con el sentido del teatro trágico, que en algún momento parece querer asomar en un montaje caracterizado por su contención y esencialidad. Contención mostrada asimismo en la interpretación de las actrices (se trata de una tragedia de mujeres, protagonizada por mujeres) que conforman el reparto; entre las que sobresalen una muy creíble y solvente Marina Andina (reina Hécuba), que desde su veteranía, y dominio vocal y expresivo, llena un escenario que no abandona en ningún momento; y Jennifer Baldoria (Casandra), cuyo registro escénico se desenvuelve con total soltura en las lides trágicas. Por su parte, Miriam Arroyo da vida a una Andrómaca que muestra su dolor más auténtico cuando le es arrebatado su hijo; y Salomé Peña crea una distante Helena, cuya fría y natural interpretación parece corresponderse con los rasgos de un personaje entre dos mundos, ajeno a cuanto le rodea. A Germán García (Polemós) le corresponde contrarrestar con su papel la fuerza del poderoso elemento femenino que impregna la obra.     

Ha perdido esta versión el ingrediente esencial de la tragedia griega, que reside en la fatídica voluntad de unos dioses caprichosos, movidos por sentimientos tan primarios e imperfectos como los de los seres humanos. Pero no son necesarios estos para lo que el director pretende trasmitir y mostrar. Para ello, el hombre se basta por sí solo.

José Luis G. Subías             



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