Chéjov-Veronese, entre el minimalismo escénico y la interpretación naturalista



La abultada cartelera madrileña sigue ofreciendo a los aficionados al teatro oportunidades únicas para perderse en las salas de la capital y encontrar en ellas ese momento irrepetible donde el actor se convierte en instrumento del arte, y este cobra vida a través de su cuerpo, su voz y sus sentimientos. Pocas veces hemos tenido ocasión de ver una representación donde este aserto se cumpla con tanta fidelidad como en Espía a una mujer que se mata, la obra que está siendo representada (hasta el próximo 10 de diciembre) en la sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán. Esta adaptación de Tío Vania, uno de los textos emblemáticos del dramaturgo ruso Antón Chéjov, estrenada en 1900 bajo la dirección del creador del "método" de interpretación naturalista por excelencia desde hace más de cien años, Konstantin Stanislavski, revive durante una hora y quince minutos de intensa actividad dramática la compleja interrelación que existe entre los siete personajes a que queda reducido el drama original: el viejo y presuntuoso profesor Serebriakov (Pedro G. de las Heras), achacoso y casado en segundas nupcias con una mujer mucho más joven que él; su atractiva esposa Elena (Natalia Verbeke), objeto del deseo de Tío Vania (Ginés García Millán) y el médico Astrov (Jorge Bosch); Sonia (Marina Salas), hija del primer matrimonio de Serebriakov, enamorada del doctor e ignorada por este; María (Susi Sánchez), madre de la primera esposa del profesor; y Teleguin (Malena Gutiérrez), terrateniente arruinado que vive a costa de la familia y aporta a la acción el toque de desenfado y humor que sirve de contrapunto a una tensión que irá creciendo en escena hasta alcanzar su punto culminante en el momento en que Vania está a punto de disparar sobre Serebriakov.

     
Amor, deseo, envidia, complejos, celos, engaños, odio y sacrificio se dan cita en el reducido habitáculo donde transcurre la acción, en el que tienen cabida casi todas las pasiones y emociones del ser humano, agitadas por la permanente presencia del alcohol en escena. El argentino Daniel Veronese, creador tanto de la escenografía (ya utilizada en Mujeres soñaron caballos, del mismo, estrenada en esta sala en 2007) como del texto de la adaptación, y director del montaje, vierte en su producción el gusto por un minimalismo escénico que vuelca todo el protagonismo en la soberbia interpretación de unos actores que convierten la ilusión escénica en realidad, desde una representación naturalista que el mismo Chéjov y Stanislavski habrían envidiado en sus obras. Hacía tiempo que no veíamos en el teatro tanta verdad; desnuda, sin alharacas ni histrionismos efectistas. Aquí las lágrimas, el sudor y la saliva nacen del rincón más profundo del actor, donde duermen sus más recónditas pasiones y sentimientos. Stanislavski, al que tantas veces cita Veronese en el texto (metateatralidad que también incluye a Genet y Ostrovski), en estado puro.

El atractivo y la actualidad de esta obra escrita inicialmente a finales del siglo XIX, en la lejana Rusia, se pone de manifiesto en las numerosas ocasiones en que ha sido adaptada y llevada a escena en las últimas décadas. Desde aquel lejano Tío Vania dirigido por William Layton en 1978, a los más recientes montajes de Miguel Narros (2002), Carles Alfaro (2008), Santiago Sánchez (2012); o la muy reciente versión de Oriol Tarrason, presentada estos días en el Teatro Fernán Gómez con el título de Vania (2017), compartiendo cartelera con el montaje de Veronese, estrenado por vez primera en la Sala Cuarta Pared en 2007. No tenemos la menor duda de que este Espía a una mujer que se mata, del que podrá seguir disfrutándose hasta el 10 de diciembre en la sala Francisco Nieva, del Teatro Valle-Inclán, dejará huella por el trabajo de un reparto de lujo cuya interpretación será difícil olvidar.

José Luis G. Subías


   

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