Del pecado al cielo, pasando por Cervantes (y un punto de contrición)




Asistir a la representación de una comedia de santos en la España de comienzos del siglo XXI, más aún si esta es obra de la más insigne figura de nuestro parnaso literario, es siempre un acontecimiento singular digno de presenciarse y ser celebrado. La iniciativa de llevar a escena El rufián dichoso, la única de las piezas dramáticas de Cervantes perteneciente a este género tan característico del teatro español entre los siglos XVI y XVIII, se incluye entre los homenajes dedicados al escritor con motivo del cuarto centenario de su muerte, que tuvo lugar en 2016, en el marco de las actividades llevadas a cabo por la Universidad Internacional de la Rioja (UNIR) y la Fundación Siglo de Oro. Estrenada en el mes de mayo en Almería, la obra, que pudo verse en los festivales de Alcalá, Olmedo y Almagro celebrados entre junio y julio del presente año, se despide hoy de su estancia en el madrileño Teatro Bellas Artes, donde ha sido representada desde el pasado 18 de octubre.

La adaptación de este difícil texto cervantino, realizada por José Padilla, ha reducido considerablemente la extensión de la pieza original, sintetizando en una hora y veinte minutos una acción densa y de enorme complejidad conceptual que los directores Rodrigo Arribas y Verónica Clausich consiguen hacer llevadera, incluso entretenida, para los espectadores de nuestro tiempo; desde un planteamiento respetuoso con el texto primitivo (con algunas licencias que podemos entender necesarias), apoyado en la sobriedad y eficacia de una escenografía, un vestuario y unos recursos escénicos (adecuada y bella la ambientación musical, que combina aires renacentistas y célticos con cantos espirituales donde resuenan los armónicos) siempre al servicio de los nueve actores que dan vida a este espectáculo. Impecable la actuación de todos ellos, en quienes se aprecia veteranía y juventud en dosis compartidas, y una soltura escénica, junto con un dominio vocal y corporal característicos de las nuevas promociones de actores que recorren hoy nuestros escenarios, cuya formación en las escuelas de arte dramático del país (salvo Javier Collado, todos los intérpretes de la obra, además de los directores del montaje y su adaptador, han estudiado en la RESAD) sin duda alguna se nota.


El rufián dichoso  presenta la historia de Fray Cristóbal de la Cruz (Nicolás Illoro), llamado en "el siglo" Cristóbal de Lugo; un joven rufián, perteneciente a la larga lista de jóvenes bravucones y pendencieros que han poblado la escena española, cuyo arrepentimiento lo lleva a arrojarse en los brazos de Dios y a ganar el cielo. Haciendo honor al género a que pertenece, la comedia presenta un duelo teológico entre las fuerzas de la oscuridad (Lucifer y sus demonios) y del Bien, en torno a la figura de Fray Cristóbal, que llevará su conversión al extremo de renunciar a los méritos adquiridos ante Dios para cedérselos a una pecadora a punto de morir, infectada por la lepra. Ni la enfermedad que convivirá con él desde entonces, ni las reiteradas tentativas del demonio por llevarse su alma, harán mella en la profunda fe del otrora pecador, que morirá en olor de santidad, reverenciado por el pueblo.

Aunque, como señalábamos, la carga conceptual de la obra ha sido notablemente rebajada, así como todo el aparato espectacular que acompañaba a estas piezas de numerosos personajes (casi cuarenta intervenían en el texto de Cervantes), donde figuras alegóricas, almas y demonios compartían escenario con pícaros, tahures y prostitutas, no por ello desaparece el sentido último de la pieza (sin el cual esta pierde todo su valor), destinada a dar cuenta de la fuerza de la fe y del arrepentimiento para alcanzar la salvación del alma. Este mensaje, sin embargo, corre el riesgo de no ser bien entendido por el público (salvo que conozca la obra) al potenciarse los aspectos realistas del texto y los sucesos más anecdóticos e inmediatos, cercanos al universo de la comedia lopesca, como son los enredos "amorosos" de Lugo o el destacado papel otorgado a Lagartija (excelente Pablo Vázquez en su papel), convertido en figura del donaire.

Junto con los ya citados, completan el reparto Alejandra Mayo, Montse Díez, Julio Hidalgo, José Juan Sevilla, Raquel Nogueira y Raúl Pulido.

Una buena y necesaria propuesta escénica (nunca está de más abordar el tema de la salvación del alma) que esperamos pueda volver a verse de nuevo en Madrid y deseamos siga disfrutándose en otras ciudades de España.

José Luis G. Subías



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