La fuerza del deseo en Lorca y sus "Bodas de sangre"

 

Amor loco, amor prohibido, amor mortal... lujuria, poesía y muerte se dan cita en las tablas del Teatro María Guerrero estos días, con la puesta en escena de uno de los textos más emblemáticos y conocidos del dramaturgo granadino Federico García Lorca: la tragedia Bodas de sangre, estrenada por primera vez en el pequeño teatro madrileño Infanta Beatriz, en 1933.

La sorprendente, atrevida y moderna versión dirigida por Pablo Messiez (Buenos Aires, 1974), adaptador asimismo del texto, rompe cualquier expectativa del público conocedor de la historia y la imaginería previa acumulada por esta a través del tiempo, para presentar un mundo distinto, en el que los funestos grises, marrones y negros han dado paso a un color que inunda la escena de un vitalismo y una frescura juvenil, picante y procaz, plena de divertimento. A lo que contribuye no solo la distendida interpretación de un notable elenco de actores, sino la belleza plástica de un vestuario y una escenografía que Elisa Sanz convierte en uno de los mayores atractivos de este montaje, potenciada por un impecable empleo de la luz y el sonido ambiente.

Respetuoso, en cualquier caso, con la esencia del texto lorquiano, asistimos en la hora y media que dura el espectáculo a la trágica historia de una boda que conduce a la muerte de dos hombres enfrentados por una misma hembra, que, en la misma noche de su himeneo, escapa con un antiguo novio, Leonardo (casado ahora con su prima, de quien tiene ya un hijo y espera otro), por el que siente una poderosa y fatídica atracción a la que no es capaz de resistir. Desde el primer momento intuimos, en las palabras de la madre del novio, que algo grave, funesto, va a acontecer. Como en la tragedia clásica, un sino desgraciado parece perseguir a los hombres de esta familia (primero el padre, luego el hermano mayor), que perecieron a manos de la familia rival a la que pertenece Leonardo. Algo más que el enfrentamiento por una mujer separa y convierte en enemigos irreconciliables a los dos machos que encontrarán la muerte "con un cuchillo, con un cuchillito que apenas cabe en la mano"; es una tragedia callada, latente, y siempre presente, que estalla en el momento oportuno, separando a los hombres en bandos y avisando de que "Ha llegado otra vez la hora de la sangre".

El director argentino ha sabido conservar el estro trágico del poeta granadino, suprimiendo algunos personajes y pasajes del original, y añadiendo a su vez otros textos lorquianos en un guiño personal que pretende "hacer dialogar a Lorca con sus propios textos y con las distintas épocas de su producción". Original intención que corre el peligro de crear pastiches innecesarios en una obra completa en sí misma, que no necesita añadidos ni componendas. No creemos necesaria, por ejemplo, la incorporación de ese prólogo cuyas palabras, dirigidas al público por un edénico personaje con tinte de náufrago ermitaño (más tarde adivinaremos que se trata del Mendigo-Muerte del texto original, pero su inexistente aliño indumentario no ayuda mucho), están tomadas de la surrealista Comedia sin título. Como tampoco comprendemos la necesidad de incluir ese trío sexual en el bosque, ajeno totalmente a cuanto acaba de suceder (la huida de la novia con Leonardo y su persecución por el novio), ni compartimos ni comprendemos esa arraigada moda (que empieza a resultarnos empalagosa por gratuita, harto repetida y, simplemente, inverosímil) de hacer que un papel marcadamente masculino (el del padre del novio, a cargo de Carmen León) sea interpretado por una mujer, sin motivo alguno.

No queremos, sin embargo, empañar con estas palabras la imagen de un montaje que nos ha resultado excelente en su conjunto. Aplaudimos la propuesta de una dirección escénica que ha sabido crear un producto artístico atractivo y original, a partir de una creación previa, adaptándolo a la realidad de una nueva época, sin perder por ello su esencia. Como aplaudimos el trabajo del nutrido grupo de actores que comparten escenario; entre los que, sin menoscabo de los restantes, nos gustaría destacar la interpretación de Gloria Muñoz en su papel de madre del novio; y de este (Julián Ortega), convincente y natural; así como algunos momentos de alta intensidad dramática entre la novia (Carlota Gaviño) y Leonardo (Francesco Carril) y, en general, todas las escenas que forman parte de la celebración de la boda, en la que se introduce un número musical de gran significado y belleza, el poema "Pequeño Vals Vienés" al que Leonard Cohen puso música, interpretado por la actriz y cantante argentina que da vida a la mujer de Leonardo (Guadalupe Álvarez Luchía).

Por debajo de oropeles, luces y colores, la inconfundible voz del verso en romance, que García Lorca empleó como cuchillo afilado dispuesto a horadar el alma, sigue viva y se alza con fuerza en esta tragedia sangrienta:

Que yo no tengo la culpa,
que la culpa es de la tierra
y de ese olor que te sale
de los pechos y las trenzas.

José Luis G. Subías
     


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