El decanato de Arturo Fernández, un hombre de teatro al servicio del público y de la alta comedia


Respeto, admiración, aprecio sincero... y agradecimiento, son las primeras palabras que podemos emitir antes de comentar la función que presenciamos ayer en el Teatro Amaya, de Madrid, donde Arturo Fernández, ese joven de 89 años que lleva más de sesenta paseándose por los escenarios y la vida con la sonrisa en el alma y el amor en los labios (¿o es al revés?), representa desde hace más de siete meses, con un éxito envidiable (y merecido), Alta seducción, una comedia de la dramaturga María Manuela Reina (Puente Genil, 1958) que ya había estrenado en 1989; suponemos que con similar aceptación desde el patio de butacas, y las mismas reticencias (estas, seguras) por parte de un sector del mundo teatral (el de la alta verdad, dueño de opiniones y voluntades) diametralmente opuesto a esta clase de teatro y lo que representa.

La obra, que había sido expresamente escrita por Reina para él, no solo fue interpretada, sino también dirigida y producida hace casi treinta años, como en esta ocasión, por el propio Arturo Fernández, quien siempre ha sufragado los gastos de sus proyectos teatrales, al frente de su compañía (la más antigua de España), sin recurrir a más ayuda que la del público y su talento. En ella, asistimos al encuentro entre un donjuán (Gabriel) que hace tiempo superó las mieles de la madurez, casado y ya abuelo, y una bella joven (Gertrudis) que, seducida por los encantos de su incesante palabrería dicharachera, lo invita a pasar la noche con ella en su apartamento; para descubrirse, a la mañana siguiente, que Gabriel es el político con quien esperaba encontrarse ese día una Trudy que, además de pretender ser escritora, ejerce la profesión más antigua del mundo. Enamorado de esta (el eterno asunto del seductor seducido por su conquista), el político, un diputado del congreso al que le habían dado la llave del apartamento de la joven como a otros tantos que la comparten, durante un año se dedicará a conseguir todas las llaves de quienes tienen acceso a la mujer que ama (y a quienes esta ha sabido mantener distantes de su lecho, por lo que se trata de una prostituta muy decente); hasta que, cuando lo consigue, le propone a esta matrimonio, tras haberle confesado a su mujer lo sucedido. Trudy tomará la decisión de abandonar a Gabriel y, durante unos breves instantes, asistimos al único momento en que el personaje muestra su rostro más desengañado y triste; solo, frente a la barra del bar donde conoció a la joven dos años antes, esperando que algún día regrese. Como así sucederá, para reencontrarnos con un final feliz (esperable y esperado) donde triunfa el amor, en una obra que conserva todos los tópicos de la más genuina alta comedia burguesa del siglo pasado.  

Fotografía: Jean Pierre Ledos
Una deliciosa y simpática fusión entre la inocente picardía y un moralismo trasnochado, que contrasta con el tono dominante en la escena contemporánea, preside la relación que existe entre los dos únicos personajes a que ha quedado reducida una comedia inicialmente escrita para tres; tanto en las situaciones como en unos diálogos llenos de comicidad (en los que el actor no escatima los guiños a su Asturias natal y, convenientemente actualizadas, indirectas y pullas dirigidas contra los políticos en general y ciertos representantes del congreso, en particular), destinados a provocar la permanente sonrisa y la estentórea carcajada en un público entregado a la magia del actor desde su primera aparición en escena. Todo recordaba el sabor añejo a un pasado que la mayoría de quienes llenábamos el teatro llegamos a vivir de algún modo en su momento; incluso el propio aspecto de una sala con un vestíbulo apropiado para la espera, antes de ocupar las localidades, con bar, asientos y mesas, o la impactante imagen de una joven vendiendo botellitas de agua en el pasillo central del patio de butacas... Y ese descanso de diez minutos entre las dos partes en que se dividió una intensa función de dos horas; una práctica hace tiempo extinguida en nuestros teatros.

Arturo Fernández conserva con dignidad todo cuanto supuso la escena española de otro tiempo. Es lo que sabe y le gusta hacer; y lo hace como solo él puede, ejerciendo el decanato y magisterio que le otorga su condición de actor más veterano de nuestro teatro; rey indiscutible de un género, la alta comedia, en el que se mueve con una soltura envidiable, haciendo verdad cada una de las palabras y movimientos de un personaje que es siempre él mismo: el galán elegante y seductor, de impecable buen gusto y exquisitas maneras, en quien la corbata y la etiqueta son, más que atuendo, esencia. Pero la genialidad de este verdadero hombre de escenario lo ha llevado incluso a superarse en esta nueva etapa de su carrera, al haber sabido construir un nuevo personaje, evolucionado del anterior; una parodia de sí mismo, que conserva la capacidad seductora de aquel y ha ganado en humanidad, por ese punto antiheroico que otorga la senectud, que en su porte adquiere sin embargo una ingenua frescura plena de dignidad y nobleza. 

Acompaña al actor una valiosa actriz, Carmen del Valle, impecable en su papel, con quien Fernández ya había trabajado en el pasado y cuya complicidad con este es manifiesta. Y, por lo que respecta a la escenografía y el vestuario, su elegancia y distinción se muestran acordes con el realismo rosa en que se envuelve la acción.

En palabras del también director y productor de la obra, esta "es un homenaje a la ALTA COMEDIA, así, con mayúsculas. Un género teatral, el más difícil sin duda -difícil de escribir y de interpretar- que de no existir habría que inventar porque no hay nada más recomendable y más saludable que la risa, sobre todo cuando viene servida con elegancia e inteligencia".

Entregado siempre a ese público que le ha permitido seguir donde está, Arturo Fernández agradece a este su presencia y le sigue esperando cada tarde en el Teatro Amaya, consciente de que

"Sin Vds., el TEATRO no tendría sentido".

José Luis G. Subías

Comentarios

Entradas populares de este blog

"Romeo y Julieta despiertan..." para seguir durmiendo

Una "paradoja del comediante" tan necesaria y actual como hace doscientos años

"La ilusión conyugal", un comedia de enredo donde la verdad y la mentira se miran a los ojos