El diablo mundo o Memoria(s) de un joven islandés en Nueva York


Ya lo dijo Espronceda, y en verso sonoro y elegante, como antes lo sentenciara Hobbes en su máxima plautina: Homo homini lupus. Y no parece que la condición humana haya cambiado mucho, desde la Roma anterior al cristianismo, al mundo retratado en el drama escrito por la dramaturga Lluïsa Cunillé (Badalona, 1961) que estos días se representa en el Teatro María Guerrero, una de nuestras distinguidas sedes del Centro Dramático Nacional.

Con el título de Islandia, presenta Cunillé, autora de una envidiable posición en el ranking de la dramaturgia contemporánea, como muestran los premios que acumula en su trayectoria profesional (entre ellos, un Max a la mejor autoría teatral y el Premio Nacional de Teatro de Cataluña, en 2007, y el Premio Nacional de Literatura Dramática en 2010), un texto al que Xavier Albertí (Lloret de Mar, 1962), director del montaje y actual director artístico del Teatro Nacional de Cataluña, califica en el programa de mano como "una de las mejores obras" de la autora; lo que "quiere decir, también, que es una de las obras mayores del teatro catalán". Nada que objetar a la opinión de un experimentado hombre de teatro, de granado recorrido, y aceptamos su hiperbólica afirmación con la complicidad y aquiescencia de quien conoce, y reconoce, el entusiasmo por algo que se ama y admira; especialmente cuando el objeto de tal admiración es una obra como Islandia, cuya inmensa calidad literaria, humana y teatral compartimos.

Por esa razón no comprendimos anoche la fría acogida del público que asistió a la representación de un montaje que, a nuestros ojos, es sobresaliente. Quizá el gélido ambiente que se respiraba en la sala, potenciado en el atuendo de los personajes, apto para soportar las bajas temperaturas del invierno neoyorquino, y la permanente penumbra y sordidez de unos espacios que consiguen trasladarnos a las frías calles de una ciudad deshumanizada e inhóspita, contribuyera a ello. Lo cierto es que los actores (a nuestros ojos, lo mejor del espectáculo) merecieron muchos más aplausos de los que les fueron granjeados. Como los mereció la escenografía creada por Max Glaenzel, a partir de las columnas y bancos de una solitaria estación de tren, sobre la cual se contruyen, con un mínimo atrezo y adecuados cambios de posición en el escenario, los diversos espacios en que se desarrollan las escenas. Ingenioso recurso el de utilizar un luminoso, habitual en la estética urbana, sobre el que, junto a las imágenes proyectadas en él, se superponen textos en inglés que constituyen mensajes "ocultos" dirigidos  espectador.

No es Islandia una obra fácil. Tras iniciarse la acción con una escena-prólogo ubicada en Islandia, en el dormitorio de un hombre que, afectado por la dura recesión económica vivida en su país, está a punto de marcharse a Nueva York (confesamos nuestra incomprensión respecto al significado y valor de esa excéntrica y misteriosa joven que lo despierta, y de la conversación que sostienen), la verdadera obra se inicia con la sorprendente aparición de un Chico, bajo la cama, que, tras ponerse las ropas del Hombre, coger su maleta y su guía, y llamar al aeropuerto para confirmar su viaje, parte hacia esa ciudad. Obviamente, se trata de una proyección retrospectiva del personaje masculino que hemos visto hasta ese momento, que no volverá a aparecer ya, al igual que la Joven que lo visita, en toda la representación. A partir de entonces es cuando comienza verdaderamente la obra: una oscura e iniciática historia en la que un adolescente islandés de quince años marcha a Nueva York en busca de su madre. No sabemos qué condujo a esta a abandonarlo (tan fría y extraña es su ausencia como el recibimiento que le hace a su hijo tras su reencuentro); tampoco por qué ha marchado el muchacho en su busca (no le falta dinero en su viaje). Lo cierto, y más interesante a nuestros ojos, es que este Chico, llegado desde una Islandia que sigue resonando en nuestras psique colectiva como el paraíso del bienestar y del progreso humano, a la ciudad tantas veces condenada en la literatura (recuérdese Poeta en Nueva York, de Lorca) como símbolo de la degradación humana, adquiere el valor de un nuevo y virginal Adán esproncediano que despierta a la realidad de un mundo hostil y deshumanizado, en esa búsqueda de un ideal del que solo obtiene el desengaño.

No podemos asegurar que sea esta "una de las obras mayores del teatro catalán", pero sí que es una gran obra; un texto de un realismo incómodo y profundo que requiere meditarse desde la soledad de una lectura reposada o la butaca de una platea (cada vez menos solitaria y silenciosa, a juzgar por los incómodos cuchicheos y las inoportunas melodías y vibraciones de móviles que, frente a cualquier advertencia, son ya sonido ambiente en los teatros). Y, por lo que respecta al montaje, que rebosa en aciertos. Cada una de las diferentes escenas, autónomas unas de otras, unidas por el nexo común del muchacho, es una microhistoria en sí misma, protagonizada por distintos personajes que interactúan con el Chico; y los actores que los interpretan realizan un trabajo simplemente soberbio, regido por la profesionalidad y el saber hacer en escena, con una excelente dicción y un dominio de las emociones, el cuerpo y los silencios, que transmiten una verdad absoluta. Impecables Joan Anguera (Viajero) y Oriol Genís (Médico) en sus encuentros con el joven protagonista; excepcional el trabajo de Lurdes Barba (Anciana) en ese personaje dickensiano que arrancó algunas de las escasas sonrisas que se esbozaron en la representación; Albert Prat, en esa asfixiante escena transcurrida en el interior de una urna transparente; Lucía Quintana (Madre), Albert Pérez (Cliente), Juan Codina (Delamarche), Jordi Oriol (Hombre) y Paula Blanco (Joven). Pero, en esta ocasión, creemos necesario destacar un nombre; el del joven Abel Rodríguez (Sabadell, 2000), que , pese a su corta edad, acumula ya una interesante experiencia y cuya interpretación nos pareció sobresaliente. Su profunda y modulada voz (idónea para un actor de doblaje) y su aplomo escénico nos sorprendieron y sedujeron desde el primer instante; y no tememos equivocarnos si anunciamos que nos hallamos no solo ante un buen actor, que ya lo es, sino ante una gran promesa que, de seguir por este camino, deparará al teatro español inolvidables momentos. Seguiremos de cerca sus pasos.

Es Islandia, en definitiva, una obra digna de ser tenida muy en cuenta; y su montaje, a cargo de Xavier Albertí, todo un acierto en nuestra opinión. Quien desee descubrir por sí mismo el valor de este interesante texto de Lluïsa Cunillé, todavía podrá hacerlo, hasta el próximo 1 de julio, en el Teatro María Guerrero.

José Luis G. Subías

Fotografías: May Circus
    

Comentarios

Entradas populares de este blog

Una "paradoja del comediante" tan necesaria y actual como hace doscientos años

"Romeo y Julieta despiertan..." para seguir durmiendo

"La ilusión conyugal", un comedia de enredo donde la verdad y la mentira se miran a los ojos