El humor y "La ternura" se dan la mano en la obra maestra de Alfredo Sanzol


Decir Alfredo Sanzol es decir teatro. Muchas han sido las obras que, en nuestro periplo por las salas de la capital, a lo largo de una intensa temporada, hemos tenido ocasión de descubrir y comentar a nuestros lectores. Numerosos títulos y nombres de dramaturgos han quedado recogidos en nuestras páginas virtuales; pero pocos han causado tan grata y duradera impresión como la de este autor madrileño con La Ternura, uno de esos textos nacidos para ser clásicos, desde el momento mismo de su concepción.

Nada nuevo podré añadir, sin duda, a los infinitos elogios cosechados por una comedia que, ya en 2017, tras su presentación en el Teatro de La Abadía, donde anoche volvió a coronarse con un éxito como muy pocas veces hemos tenido ocasión de contemplar y vivir, fue calificada de "fascinante" y llegó a ser considerada "la mejor obra del año", otorgándose a Sanzol un brillante cum laude en Shakespeare; lo que se ha visto refrendado por la concesión a este, el pasado mes de mayo, del último Premio Valle-Inclán. Amén a todo; pues La Ternura nos sedujo y envolvió desde el primer instante, trasladándonos, con la misma tela con la que se cubren los personajes para entrar o salir de la isla donde se desarrolla la acción, a un lugar de ensueño y magia, de regusto shakespeariano, donde todo cuanto sucede rebosa teatralidad. La conexión con el teatro de Shakespeare y el homenaje a este son más que evidentes a lo largo de un texto no solo inspirado en la concepción dramática de la comedia shakespeariana (es difícil no pensar en La Tempestad o en El sueño de una noche de verano, en muchos momentos), tomando el enredo y el amor como base estructural y temática de la acción, sino en los numerosos  guiños referentes al poeta inglés, a quien se alude en la inclusión del título de sus catorce comedias, esparcidos en el discurso de los personajes, en un juego que responde al espíritu lúdico de un texto concebido para divertir y enternecer.

La ironía y el humor le permiten al dramaturgo adentrarse en el difícil terreno de las relaciones entre hombres y mujeres, desde la perspectiva de una eterna rivalidad, presente en la literatura teatral de todos los tiempos. Una temática clásica por tanto, muy cultivada en la comedia española, pero también en la inglesa, en la que, como hemos señalado, se inspira la obra. Para evitar que sus hijas sean casadas a la fuerza, la reina-hechicera Esmeralda, que odia a los hombres y viaja con ellas, rumbo a Inglaterra, en la Armada Invencible enviada por Felipe II, provoca una tempestad que hunde la flota española, mientras se pone a salvo con estas, haciendo uso de un nuevo conjuro mágico, en una isla cercana que cree deshabitada. Sin embargo, en ella hace veinte años que viven un padre y sus dos hijos leñadores, aislados del mundo desde que aquel, hastiado de las mujeres, decidiera alejarse y alejar a sus vástagos de ellas. La situación es propicia para todo lo que, en efecto, va a suceder a continuación. Por supuesto que la naturaleza seguirá su curso, y Cupido hará de las suyas en una isla donde, desde el instante mismo en que las mujeres ponen los pies, el dios Amor se adueñará de las voluntades.


La principal fuente de comicidad se produce entre la tensión del odio hacia el otro sexo, por parte de unos y otros, y la inevitable atracción entre ambos; a lo que se añade el permanente equívoco nacido del disfraz adoptado por las mujeres, presentadas ante los leñadores como soldados supervivientes de la flota hundida, y los conflictivos sentimientos y deseos hacia estos vividos por unos leñadores cuyos nombres resultan también, por otra parte, bastante equívocos (Verdemar, Azulcielo). Equívoco y fingimiento que vuelve a producirse cuando la reina Esmeralda adopta la forma del leñador Verdemar, produciéndose una de las escenas más divertidas y mejor resueltas de toda la obra (si es que puede afirmarse algo así de un texto todo diversión y de resolución perfecta en cada escena). Todo ello potenciado por la excelente interpretación de los seis actores que componen el reparto (Paco Déniz, Elena González, Natalia Hernández, Javier Lara, Juan Antonio Lumbreras Eva Trancón), capaces de extraer de cada uno de sus respectivos personajes todos los matices y posibilidades cómicas. Su interpretación no solo rebosa técnica y un perfecto dominio de las herramientas corporales y vocales necesarias para todo actor, sino una maravillosa capacidad de convertir en fácil lo difícil y en natural lo imposible, haciendo creíbles y sinceros unos personajes cuya esencia es pura ficción y juego, cercanos al universo de la historieta gráfica (ya aludimos en nuestro comentario del pasado mes de mayo, sobre La valentía, a los "personajes de tebeo" empleados por el autor). El público se emociona y ríe con las peripecias de los personajes, pero más aún con las emociones y la diversión que se transmite desde el escenario mismo, donde los actores se divierten y emocionan tanto como el público receptor de su arte.

Alfredo Sanzol dirige asimismo su texto, siguiendo una extendida costumbre en nuestros días que ofrece una completa dimensión del dramaturgo como hombre de teatro; y lo hace con la misma brillante sencillez que se manifiesta en una puesta en escena donde la escenografía se reduce a lo esencial, para centrar todo el protagonismo en el juego del actor y en el texto, cuyo conflicto argumental de factura clásica se aleja de cualquier vanguardismo.

No sé, tras asistir a más de cincuenta montajes a lo largo de esta temporada, si esta es la mejor obra estrenada en España desde 2017 hasta hoy, pero lo que sí puedo asegurar es que se trata de una obra maestra de nuestro teatro contemporáneo y, sin duda, es la comedia donde más tiempo y más a gusto me he reído. La Ternura es una comedia española; de hoy, pero de todos los tiempos; una obra contemporánea con vocación de clásico, que nadie debería perderse. Por lo pronto, el éxito de su reposición en el Teatro de La Abadía ha hecho que su estancia en Madrid se prorrogue hasta el 15 de julio. Yo aprovecharía la ocasión. Es imprescindible verla.

José Luis G. Subías

Fotografías: Luis Castilla

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