El delgado tabique que separa la alegría de la tristeza


Invito a los buscadores de un ocio cultural cercano y atractivo a acercarse a cualquiera de los muchos rincones teatrales que oculta Madrid, donde todos los días se ofrece una nutrida cartelera a la altura de todos los gustos... y bolsillos. Los numerosos teatros públicos y privados de la capital se complementan con una amplia red de salas independientes que completan la rica oferta teatral madrileña y convierten a esta ciudad en un punto de referencia, tanto nacional como internacional, para los amantes del arte dramático.

En el castizo y hoy céntrico barrio de Embajadores, rodeado de otras salas alternativas, se encuentra el pequeño Teatro Lagrada, un reducido y acogedor espacio al que anoche acudimos para presenciar Los hombres tristes, texto de Juan Jiménez Estepa presentado con anterioridad en esta misma sala y que no queríamos dejar de ver antes de que se retirara de nuevo de escena. La decisión fue más que acertada. Y aquí dejamos nuestro testimonio para quienes tengan posibilidad de disfrutarlo algún día. 

Formado como actor en el Centro Andaluz de Teatro, hace tiempo que Jiménez Estepa centró su actividad en la dirección y, de un modo casi natural, en la escritura de unos textos que él mismo dirige. El tándem autor-director es una práctica muy extendida en nuestro teatro, que se ha demostrado, a la luz de los resultados, de gran efectividad. ¿Quién mejor que uno mismo (si tiene capacidad y formación para ello) para dar forma sobre el escenario a lo que antes diseñó en su mente y plasmó en el papel? Y esa perfecta y natural conjunción funciona en Los hombres tristes, una comedia de absoluta actualidad, cuyo intimismo, naturalidad y desenfado nos traslada en muchos momentos a la tradición fílmica de Billy Wilder. Sobre una superficie de césped artificial, cuya presencia aceptamos de forma tan natural como el sugerente diseño (casi dibujado sobre el suelo) del espacio donde se desarrolla la acción (recreado por apenas un par de muebles de estética contemporánea) y las invisibles puertas que reconocemos por el sonido de un timbre tan irreal como ellas, se alzan los apartamentos donde viven Laura y Sergio, separados por un inexistente tabique que la habilidad del director nos hace romper y rearmar a su antojo con la imaginación. Excelente la rentabilidad escénica que el director obtiene del reducido espacio escénico con que cuenta (la verdad es que suficiente y muy adecuado para la historia que pretende contar) y de unos medios materiales mínimos, innecesarios cuando se cuenta con el adecuado talento artístico para recrear historias y transmitir emociones. Unas emociones que Carlos Algaba (Sergio), Elisa Berriozabal (Silvia) y Julia Olivares (Laura) arrancan del público desde el instante en que se inicia la obra.

Con un texto ingenioso, nacido del corazón y la inteligencia, Juan Jiménez Estepa presenta una historia de relaciones humanas, tan cercanas y reconocibles "como la vida misma". La incomunicación y el desencuentro preside la vida de dos hermanos, tan alejados entre sí como del padre a quien el egoísmo de Sergio abandonó hace tiempo. Por su parte, Silvia se siente hundida bajo el peso de unas cargas que han apagado sus ganas de vivir y su capacidad de sentir. En este pequeño universo de hombres (y mujeres) tristes, la presencia de la pizpireta, cantarina (aporta la banda sonora de esta historia, con su guitarra y su voz), extravagante, tierna y, en definitiva, encantadora Laura vierte una nota naíf de color y alegría en la vida gris tanto de su vecino, del que está enamorada en silencio desde hace tiempo (y con el que tiene fantasías eróticas en el ascensor), como de su hermana. La joven Laura, con sus tés rojos y verdes, su cola cao, sus lexatines, tranquimazines y valiums, sus croquetas, sus fantas de naranja y su permanente y desinteresada atención por los otros (obsérvese el detalle de las chaquetas que posa sobre los hombros de ambos hermanos), se erige de manera progresiva y natural en un ángel protector para Silvia y Sergio, a quienes salvará con su ingenua bondad y cuyas vidas cambiarán para siempre tras haberla conocido.

Si la compañía La Teatra nació en 2014 con la intención de representar textos cercanos a la juventud, interpretados por actores jóvenes, que alejaran a esta de los tópicos y prejuicios "que pueblan la mayoría de las historias que sobre ellos se cuentan", en esta su tercera producción (en colaboración con Eslinga Produccciones) ha cumplido con creces su propósito, reivindicando a este grupo social en el personaje más joven de la historia: una Laura a la que interpreta una extraordinaria Julia Olivares, que no por casualidad obtuvo con el anterior montaje de la compañía, Mis días de humo, el premio como mejor intérprete femenina a nivel nacional otorgado en los Premios "Buero" de Teatro Joven 2016. Excelentes asimismo Carlos Algaba y Elisa Berriozabal; ambos, como Olivares, plenos de verdad y sutiles matices, que hablaban directamente al corazón de un público que seguía con atención, con los ojos fijos y vidriosos, y el esbozo de una sonrisa en los labios, la anodina historia de quienes podríamos haber sido cualquiera de nosotros.

Los hombres tristes finaliza su andadura en el Teatro Lagrada, por el momento, este domingo 28 de octubre. Quien esté a tiempo, yo recomendaría que no se lo perdiera.

José Luis G. Subías

Fotografías: Rafa Velázquez

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