Más allá del bien y del mal en el universo de "Calígula"


Calígula... Nada menos que Calígula, primera y más conocida de las escasas obras dramáticas originales del prolífico pensador y escritor Albert Camus (1913-1960), uno de los más destacados representantes del existencialismo francés de mediados del siglo pasado, es la obra que este mes de diciembre se representa en el Teatro María Guerrero de Madrid. Estrenada por primera vez en París, en 1945, este clásico de la dramaturgia contemporánea ha sido llevado a la escena española en numerosas ocasiones en los últimos sesenta años, y los más veteranos teatreros conservarán aún en su memoria las lejanas imágenes de José María Rodero, Imanol Arias o Luis Merlo interpretando un papel escrito para medir la talla dramática de un actor sobre la escena, a la altura de un Hamlet, pongamos por caso, que muchos otros actores de nuestro tiempo, como Javier Collado Goyanes o Javier Carramiñana, han representado recientemente. A este listado hay que añadir, con todos los honores, el nombre de Pablo Derqui, cuyo Calígula dejó absortos e impactados a cuantos llenábamos anoche la gran sala del Centro Dramático Nacional.

Muchos son los valores de un texto basado en la palabra, que necesita el complemento de una lectura reposada para su completa asimilación, en la que pueden buscarse con detenimiento los numerosos hallazgos literarios y filosóficos que esta encierra. Aun así, es tal su potencial dramático que un director experimentado, con la habilidad, talento e intuición escénica de Mario Gas, puede extraer de él todos sus elementos teatrales (incluso añadirle otros) y construir con estos un intenso y bello espectáculo, grato, muy grato, a los sentidos y al intelecto.  

El exquisito gusto con que el director de origen uruguayo transforma la Roma del emperador Calígula en un espacio intemporal que nos remite a cualquier época cobra forma en la original escenografía diseñada por Paco Azorín; planteada como un espacio vacío, dominado por el negro fondo del escenario y las bambalinas, en el que cobra todo el protagonismo una superficie plana e inclinada, cuyo interior se abre mediante escotillones en algunas escenas, siendo nuestra imaginación la encargada de desplazarnos por los diferentes lugares donde se desarrolla la acción (prioritariamente las estancias del palacio del emperador) mediante las indicaciones del discurso o los adecuados y escogidos cambios en el sugerente vestuario novecentista (con algún guiño decimonónico y al universo underground del Pop Art) ideado por Antonio Belart. Este universo dramático es enriquecido por Mario Gas con la incorporación de un par de rupturistas y atrevidos números musicales que aportan una nota de color a los tonos neutros (blancos y negros) dominantes en el escenario, y que permiten a los actores que los protagonizan desplegar su lado más histriónico, lúdico y perverso. Especialmente ese Let's Dance donde Pablo Derqui se transforma literalmente en David Bowie, para ofrecernos una espectacular escena en la que es acompañado por El Joker, el malévolo enemigo de Batman, y el inquietante personaje de La Máscara, interpretados respectivamente por los dos personajes que acompañan a Calígula en su delirio: Cesonia (Mónica López) y Helicón (Xavier Ripoll).

Porque un juego (un trágico juego) de delirio, locura y megalomanía es a lo que asistimos en este montaje de una obra impactante para su tiempo y aún hoy, centrada en la figura del emperador Cayo César, Calígula, que ha pasado a la historia como prototipo del tirano demente, aunque las fuentes difieren en el sentido exacto de su locura, cuyo comportamiento es el de un psicópata insensible que disfruta ejerciendo la maldad y alardeando de un poder infinito, capaz de equiparse al de unos dioses (fue el primer emperador romano que se erigió en tal) a los que el personaje desprecia, como se desprecia a sí mismo y cuanto le rodea. Este Calígula es la manifestación de un nihilismo existencial que, aunque Camus rechazó, desde un compromiso con valores universales como la libertad o la justicia, impregna cada uno de los actos del desesperado y lunático (no es casual que su anhelo sea alcanzar la luna) personaje. La acción se inicia tras la muerte de Drusila, hermana y amante del emperador (algunas fuentes sugieren que pudo haberla asesinado él mismo, lo que añadiría a su comportamiento la carga de la culpa y el remordimiento). Este fatídico suceso provoca en Calígula una transformación brusca, radical y excesiva, propia de quien se ha arrojado en brazos de la diosa Manía. Pero hay algo más tras ese drástico viraje hacia el mal del personaje; su desesperación cuestiona la razón de ser de la propia existencia, del bien y del mal, del amor o del odio. Todo es demasiado poco y fútil para quien ha perdido la fe en todo y solo le queda la Nada (obsérvese la insistente presencia de esta palabra en los inicios de la obra). Solo la muerte, que el cruel tirano ha regalado indiscriminadamente a su alrededor, liberará a este de su propio tormento; en un final inquietante cuyas palabras resuenan como anuncio fatídico de un ángel exterminador que lanza su aviso a un continuo presente: "¡Todavía estoy vivo!".

Intenso, profundo y arrebatador es este texto, que no por casualidad figura entre las obras cumbre de la literatura dramática del pasado siglo; como lo es el original e impecable montaje de Gas (tan impecable como la traducción de Borja Sitjá) y el excelente trabajo de los nueve actores que conforman el reparto (con un Pablo Derqui espectacular, rayano en lo sublime), junto con el de todo el equipo de profesionales que lo hacen posible. Estrenado en 2017, en el marco del 63º Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, tras un largo periplo por el territorio nacional, el Calígula de Mario Gas permanecerá en el Teatro María Guerrero hasta el próximo 30 de diciembre. Una oportunidad única para degustar el sabor del buen teatro.

José Luis G. Subías

Fotografías: David Ruano

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