
Se experimenta una desconcertante, pero también agradable sensación, entre espiritual y estética, cuando en una sala de teatro alternativo y experimental, como es
La Usina, se presenta un nuevo montaje cuyo texto principia con unos versos -nada menos que un soneto de Sor Juana Inés de la Cruz- puestos en boca de una monja: "¿En perseguirme, mundo, qué interesas?"... Ahora bien, esa confortable y pacífica imagen -cierto es que enmarcada en unos inquietantes barrotes que anuncian algo más que la solitaria celda de un claustro-, sin perder su estática compostura, ofrece un radical cambio de tono al sustituir los versos de la conocida como décima musa por los no menos sugerentes de Roger Waters, alma mater de Pink Floyd ("Tell me true, tell me why, was Jesus crucified"...), que darán paso al inicio de
Anatomía de un vencejo, la obra de
Antonio Miguel Morales (Palma de Mallorca, 1968) que en 2018 se alzó con la segunda edición del
Premio Internacional Dramaturgia Invasora y ayer se estrenó en Madrid, en la citada sala, por la compañía
La Paranoia de Trastaravíes, bajo la dirección de
Natividad Gómez.

Nos hemos detenido en esa intencionada -las citas siempre lo son- introducción que el autor añade a su texto porque su inclusión en el montaje, convertida en parte de este, constituye a nuestros ojos todo un acierto y anuncia en buena medida el tono poético que subyace tras el discurso aparentemente realista de la historia (
el vencejo cuya anatomía vertebra la obra, como el albatros de Baudelaire, pertenece a las alturas, no a la tierra). Porque detrás de la anécdota espacio-temporal, que sitúa la acción en los días inmediatamente anteriores al fusilamiento de "las trece rosas" el 5 de agosto de 1939, en la cárcel de Las Ventas, donde se encuentra presa Aurora, y el permanente tono de denuncia política que impregna sus palabras, asistimos a
una historia de amor, muerte, odio y violencia de alcance no solo social, sino asimismo individual y humano. No es exclusivamente teatro político lo que
Antonio Miguel Morales ofrece en su obra, que también (resultaría fácil encontrar conexiones entre esta y la de los autores del realismo social del pasado siglo, así como con la dramaturgia comprometida de nuestros días), sino
un drama personal de alcance trágico, conectado por el autor conscientemente con el comportamiento heroico de grandes personajes literarios de la Antigüedad, como Antígona. Su historia, centrada en una mujer condenada y vejada por sus ideas, maltratada, humillada y violada por sus guardianes, encuentra en la literatura de todos los tiempos numerosos antecedentes. Escuchando el desgarrador relato del calvario de Aurora, recordamos la fuerza trágica de las protagonistas femeninas del teatro de Martín Recuerda (a las "arrecogías" del Beaterio de Santa María Egipciaca y a una Mariana Pineda que mira con dignidad a la muerte); o, mucho más cerca en el tiempo, a aquellas cautivas que Juana Escabias enfrenta asimismo a la muerte en su obra homónima, ambientada también en la inmediata posguerra, en una cárcel de mujeres franquista. Incluso la solución "feliz" que el dramaturgo le da al conflicto de su historia nos traslada al universo del drama decimonónico y la novela folletinesca (tantas veces recogido en el cine), en un recurso que ahorramos al lector para no destruirle la sorpresa del desenlace propuesto por el autor.

Mención aparte merece la acertada dirección de
Natividad Gómez, que ajusta la inevitable sobriedad escénica de este tipo de salas a la necesaria pobreza formal de una celda carcelaria, consiguiendo de este modo trasmitir, con unos mínimos elementos (camastro, rejas, dos velas, unas rosas, una pequeña imagen de la Virgen y de un vencejo) cargados de significado y, en algún caso, de simbolismo, la atmósfera y el ambiente adecuados para el desarrollo de una acción en la que la palabra y la interpretación de
Paloma Mariscal y
Sandra Maroto, con la colaboración de
Cristina Martínez (acertado recurso asimismo el de dar la forma de un ente corpóreo, misterioso y onírico, a la voz en off del texto original), lo son todo. Muy correcta en su papel esta última, al igual que
Paloma Mariscal, cuyo personaje (la monja que asiste y cuida a Aurora) constituye un sólido contrapunto y ofrece el soporte adecuado para que una magnífica
Sandra Maroto (Aurora) vierta todo su potencial interpretativo y demuestre la fuerza y verdad que es capaz de trasmitir en escena. Si en esta misma sala ya tuvimos ocasión de apreciar el talento de esta joven actriz en su papel en
Verjas, de los hermanos Bizarro, nuestra sensación inicial ha sido confirmada con un excelente trabajo que llegó a absorbernos por completo en algún momento.
Muy interesante texto y montaje, en definitiva, que podrá volver a disfrutarse (lo cual recomendamos) los domingos 10 y 24 de febrero, a las 18:00 h., en
La Usina.
José Luis G. Subías
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Fotos: Mario Retamar |
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