"Oscuridad", de Jan Vilanova, un fin del mundo contagiosamente divertido... si no queda más remedio.


Hasta ayer mismo no conocía el trabajo del dramaturgo Jan Vilanova (Andorra, 1982), y ayer mismo supe, con los primeros diálogos de Oscuridad, la obra a cuyo estreno estaba asistiendo en la sala Intemperie de Madrid, que acababa de descubrir a un autor del que seguirá hablándose (o así debería ser) en los próximos años, y un texto teatral que, a buen seguro, tardaré en olvidar en mucho tiempo. Porque esta nueva pieza, quinta en la producción del dramaturgo desde que en 2013 creara junto con un grupo de amigos la productora Sixto Paz (nombre de un afamado estudioso del fenómeno ovni y el contacto con extraterrestres), con la que ha estrenado con anterioridad Bruno & Jan (& Albert) (2015), hISTÒRIA (2016) y Dybbuk (2016), y que en 2019 ha obtenido el Premio Rcvll de Teatro por Somriu (Sonríe) (2018), es una de esas obras nacidas para triunfar en los escenarios.

Con un acentuado sentido del ritmo escénico y del manejo de la intriga, Vilanova ha creado una historia que engancha desde el momento mismo en que se inicia la acción, con un estrafalario personaje (con aspecto de oficinista en paro escapado de un tebeo) dirigiéndose al público para hablarle de comida liofilizada para astronautas, desde una histriónica seriedad que prepara al público (que, para entonces, ya ha empezado a reír) para adentrarse en la intrincada historia de humor negro que va a tener lugar a continuación. Todo sucede en un pueblo situado en ninguna parte, al que acaba de llegar un reportero para cubrir una noticia tan dramáticamente absurda como la situación que pronto tendrá lugar: nada menos que el fin del mundo. Multitud de curiosos se agolpan en unas calles tan ausentes de la acción como estos, a los que solo se alude como entes misteriosos y amenazantes que aguardan algo en silencio, rodeando lo que aparenta ser una oficina del Ayuntamiento, adonde se ha refugiado este periodista buscando un teléfono con la intención de pedir ayuda para reparar su vehículo, que acaba de averiarse a la entrada del pueblo, y un poco de agua que mitigue el sofocante calor que hace en ese lugar, en pleno mes de diciembre. Nada funciona en este inquietante espacio sin nombre, asfixiante y cerrado (la acción se desarrolla en una única sala, de la que no se puede salir tras haber cerrado ingenuamente la puerta el recién llegado), donde la vida parece haberse ya extinguido (ni siquiera hay agua) y los únicos habitantes ¿reales? son el recién llegado y dos supuestos hermanos gemelos que lo atienden (¿acaso un psicópata con trastorno de identidad disociativo?, ¿un abducido?, ¿un extraterrestre que ha ocupado su lugar?), tan radicalmente opuestos en sus maneras y comportamiento como parecidos en su extraña forma de actuar.

El valor de esta excitante historia cuya acción se sigue con un permanente interés, tanto por lo absurdo de cuanto sucede como por la incertidumbre de lo que sucederá, nace de un texto perfectamente construido, tanto literaria como estructuralmente, en cuya intensidad y cercanía se muestra la mano de alguien formado en un lenguaje fílmico (Vilanova estudió cine, en la especialidad de montaje, en la ESCAC de Cataluña) cuyos rasgos están muy presentes en la dosificación, el ritmo y el contenido de la trama (en el programa de mano se alude a la inconsciente similitud de la obra con Giro al infierno, película escrita a partir de la novela de John Ridley). No parece casual que algunos de los más interesantes dramaturgos de nuestra escena actual, como los hermanos Remón, a los debemos sumar a Jan Vilanova, provengan del cine; el séptimo arte, en el que el público de hoy ha forjado principalmente su sensibilidad como espectador, ha influido de tal manera en el modo de contar historias y en nuestra capacidad para percibirlas que quienes han adquirido las destrezas necesarias para manejar ese lenguaje, y han sabido adaptarlas al ritmo y el espacio escénicos, han obtenido creaciones dramáticas de verdadera calidad que, por regla general, han conectado con el público.

Pero Oscuridad es teatro, en estado puro. Con la intensidad escénica de un Reginald Rose, sus guiños al absurdo trágico de Esperando a Godot o la cercanía, en muchos aspectos, a El método Grönholm del catalán Jordi Galceran, la obra de Jan Vilanova se adentra en una de las más interesantes tendencias de la dramaturgia moderna: un teatro de palabra y sutiles intenciones, de hondo alcance psicológico, que hace recaer sobre el actor la responsabilidad última, y principal, de arrancar del público tanto la risa (el humor es un destacado ingrediente de la historia) como la angustia. Y esto lo consiguen magistralmente, con la ayuda de una muy acertada dirección escénica a cargo de Gorka Lasaosa y Abel Vernet, dos actores que nos sedujeron por completo: la voz y la naturalidad escénica de Dafnis Balduz, magistral en su interpretación de ese reportero "normal" que se ve atrapado en tan kafkiana pesadilla; y el poliédrico Karlos Aurrekoetxea, capaz de transmitirnos, con una simple mirada y apenas un gesto, las más intensas emociones, y cuya seriedad histriónica encandiló a un público que no dejó de reír (con un humor denso en ocasiones) en toda la función.

Excelente esta nueva apuesta teatral de Intemperie Producciones, que aplaudimos anoche con entusiasmo y a la que deseamos (para satisfacción del público que tenga la suerte de verla) un largo recorrido. De momento, podrá disfrutarse en esta misma sala madrileña del barrio de Malasaña, de viernes a domingo, hasta el próximo 14 de abril. Sigan mi consejo y no se la pierdan. Me lo agradecerán.

José Luis G. Subías

Fotos: Ángel Nájera
  

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