Gertrudis Gómez de Avellaneda acaricia las tablas del Teatro de la Comedia con "La hija de las flores"


¡Quién nos iba a decir que algún día veríamos representada sobre la escena del Teatro de la Comedia nada menos que una obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda (Puerto Príncipe, Cuba-1814-Madrid, 1873)! Mucho debe agradecerle el teatro clásico español a Helena Pimenta, impulsora del proyecto de Dramatizaciones iniciado por la Compañía Nacional de Teatro Clásico al asumir esta su dirección en 2011. Confiamos en que los reiterados experimentos realizados durante estos ocho años, con unos textos que han sabido demostrar su valía literaria y su potencialidad escénica, animen a su sucesor en el cargo a incluir, definitivamente, obras españolas de los siglos XVIII y XIX -los grandes olvidados de nuestra escena- en la programación habitual de la CNTC.

G. Gómez de Avellaneda, por Federico Madrazo (1857)
(Museo Lázaro Galdiano)
Ya tuvimos ocasión de elogiar desde La última bambalina el acierto que supuso la dramatización de El hombre de mundo de Ventura de la Vega, el pasado 25 de febrero. Hoy debemos hacer lo propio con otra comedia romántica (sí, la comedia fue un género tan cultivado como el drama, a lo largo de todo el siglo XIX); esta vez escrita, además, por la autora teatral más representativa de nuestro Romanticismo, cuyo nombre se halla a la altura de los de los más ilustres poetas dramáticos de aquel tiempo. Tula, como cariñosamente la llamaban sus amigos, fue una mujer adelantada a su tiempo en muchos aspectos y una precursora cuyas ideas tardarían años aún en implantarse en la sociedad: autora de la que ha sido considerada primera novela antiesclavista, Sab (1841), y defensora -a través de su forma de vida, sus ideas y su obra- de un feminismo anterior a la aparición misma del término. Pero la Avellaneda es sobre todo, para los amantes del teatro y de la escena romántica, la autora de Alfonso Munio (1844), El príncipe de Viana (1844), Egilona (1845), Saúl (1849) o Baltasar (1858), entre tantas otras piezas; títulos entre los que se encuentran algunas de las más significativas tragedias y dramas trágicos del Romanticismo español.

En 1852, apenas unos meses después del estreno de Errores del corazón, un verdadero drama, en el más lacrimoso sentido del término, que pasó sin pena ni gloria, Gómez de Avellaneda se lanza a la aventura de dar un giro al tono característico de su teatro y escribir una comedia; género, como ya hemos comentado, habitual en la escena decimonónica, heredero de una larga tradición que, remontándose al teatro áureo y habiendo incorporado los grandes aciertos de la comedia dieciochesca, moratiniana y bretoniana, a mediados del siglo XIX había comenzado a ofrecer rasgos de una comicidad nueva -en la que la parodia ocupa un destacado lugar-, que anuncia originales elementos que serán desarrollados después en la comedia del siglo XX. Así nace La hija de las flores, o Todos están locos, pieza en tres actos -que Vanessa Martínez, directora y adaptadora de la versión "representada" ayer en la Comedia, tiene el acierto de remarcar con un recurso de lo más metateatral y efectivo- y en verso en que la autora plantea un conflicto basado en el tema secular del matrimonio impuesto y desigual en edad -entre el joven don Luis (Carlos Jiménez-Alfaro) y una madura doña Inés (Carmen Gutiérrez), al que deberá hacer frente el amor surgido de forma instintiva y natural (no podía ser de otro modo naciendo de entre las flores) entre aquel y la cándida y dulce Flora (Macarena Sanz). Artífices de este enlace son un conde, tío de don Luis (Jesús Noguero), y el barón, padre de doña Inés.

Criada por Juan (Pablo Huetos) y Tomasa (Marta Aledo), sus padres adoptivos, Flora se ha criado de forma natural, alejada del contacto con las gentes, entre las flores del jardín de la casa donde habitan, propiedad del barón. Cuando el joven don Luis, que ha acudido a la finca para contraer un matrimonio que en realidad rechaza tanto como su impuesta prometida, se encuentra casualmente frente a aquella, se produce una encendida pasión amorosa entre ambos, que Flora manifestará instintivamente y sin tapujos al declararle su inmediato amor al joven. La solución feliz a este conflicto se produce por la recurrente anagnórisis de la tradición teatral, que llevará a conocer, después de algunas divertidas y también emotivas peripecias, que Flora es hija del conde (prima, por tanto de don Luis), fruto de un encuentro apasionado y fortuito entre este y doña Inés en el pasado. De este modo, arrepentido de su proceder, el conde pedirá la mano de esta al barón, y don Luis se casará con la bella Flora.

Injusto honor a la alta calidad literaria y teatral de esta pieza hace la síntesis argumental que acabamos de esbozar; y menos aún permite apreciar las enormes posibilidades cómicas que encierra un texto del que Vanessa Martínez ha sabido extraer toda su potencialidad escénica y humorística, en lo que tan solo ha sido -no lo olvidemos- una lectura dramatizada puesta en pie con un mínimo atrezo y vestuario "improvisados" para la ocasión. Siendo esto así, lo que acertamos a ver en la función de ayer lunes -día de descanso para la compañía que representa estos días La hija del aire, de Calderón-, en el Teatro de la Comedia, merece el mayor de nuestros elogios. Si bien el recurso de justificar la lectura del texto recreando un precipitado ensayo general efectuado por los mismos actores que estrenaron la obra en el Teatro del Príncipe, el 21 de octubre de 1852 (esta vez como consecuencia del capricho de la autora de cambiar el tono de la pieza y su desenlace), ya lo habíamos visto en la dramatización de El hombre de mundo, no se nos ocurre otro modo más apropiado de poner en pie, dramáticamente, la lectura de un texto; lo que permite, además, desde el juego distanciado que proporciona la metateatralidad, arriesgar con la interpretación de unos actores a los que la directora puede dejar una mayor libertad en su forma de afrontar la recreación de estos personajes.

Lo cierto es que el excelente planteamiento escénico de Vanessa Martínez, cuya versión modernizó y acercó el texto a nuestra realidad, haciéndolo perfectamente comprensible, encontró en un acertadísimo elenco formado por Macarena Sanz, Carmen Gutiérrez, Marta Aledo, Victoria Dal Vera, Jesús Noguero, Joaquín Climent, Carlos Jiménez-Alfaro y Pablo Huetos el instrumento humano adecuado para dar vida a una historia en verso, tan cercana y directa, que se impuso  sobre el escenario, ascendió a los palcos y se extendió hasta la platea de tal modo que desde el primer instante se perdió la noción de estar asistiendo a una lectura. Allí no se leía, se interpretaba y se jugaba a hacer teatro, contagiando de ese espíritu distendido y entregado a un público que no tardó en dejarse seducir por el progresivo tono paródico adoptado por una historia que, por momentos, parecía trasladarnos a la astracanada de Muñoz Seca. Todo el reparto lució a gran altura. Macarena Sanz fue nuestro gran descubrimiento (no podemos imaginar una mejor Flora). Pero permítasenos destacar el trabajo de un Jesús Noguero en estado de gracia, que volvió a mostrar, en este fugaz trabajo, por qué es hoy uno de los más grandes actores de la escena española.

No se puede hacer mejor con tan poco tiempo y en una función única que desapareció para siempre nada más apagarse los focos. 

Finalizamos este breve artículo como lo iniciamos, esperando que el buen resultado de estos experimentos realizados con un teatro de nuestro repertorio clásico injustamente olvidado -y con frecuencia despreciado- anime a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, o a cualquier otra, a acercarse al inmenso patrimonio de nuestra dramaturgia romántica y, llevándolo a la escena, devolverlo a la vida.

José Luis G. Subías

      

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