Entrevistamos a José Luis González Subías sobre "Los 'clásicos' de los siglos XVIII y XIX en la escena española contemporánea"


En coherencia con la finalidad con que nació La última bambalina hace ya dos años y medio (tempus fugit... et alit), han sido muy escasas, apenas significativas, las ocasiones en que nos hemos apartado de nuestro propósito de dedicar este blog a la difusión y análisis de los estrenos y representaciones teatrales efectuados en Madrid. No solemos incluir, por tanto, en nuestras publicaciones, entrevistas o artículos sobre teatro de cualquier índole, ajenos a nuestra labor de reseñistas de la escena madrileña. Sin embargo, dueños de nosotros mismos y libres para contradecirnos, aceptamos la excepción como parte sustancial de una norma nacida del equilibrio entre la razón y las circunstancias.

Y circunstancia excepcional es la aparición del nuevo libro de José Luis González Subías, autor y administrador de este blog, dedicado en esta ocasión a Los "clásicos" de los siglos XVIII y XIX en la escena española contemporánea (Madrid, Punto de Vista Editores, 2019), del que ha querido hablar a sus lectores de La última bambalina.

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P. El punto de partida de tu libro es el desinterés, en la escena actual, por el teatro español de los siglos XVIII y XIX. ¿Cuál es, en tu opinión, la razón?

R. Serían varias las razones que han conducido paulatinamente a una situación que, en cierta medida, se arrastra desde hace cien años, con la llegada de un siglo XX marcado por una modernidad que quiso acabar, al imponerse el espíritu de las Vanguardias, con un pasado que se consideraba caduco y superado. Como en tantas otras ocasiones ha sucedido en nuestro país, España quiso subirse al motor de la modernidad avergonzándose en buena medida de su pasado y rechazando los frutos culturales de un siglo XIX que se consideró la quintaesencia de unos valores y una estética con los que las generaciones novecentistas ya no se sentían identificadas.
Aunque la influencia de la tradición teatral española de los siglos previos nunca se perdió ―muchas veces sin conciencia de ello por parte de los nuevos dramaturgos―, sí lo hizo el prestigio que habían tenido, apenas unas décadas antes, los grandes autores de nuestro Romanticismo.

P. Resulta curioso que, frente a ese desapego por la tradición teatral de siglos previos que mencionas, el interés por el teatro español del Siglo de Oro ha vivido sin embargo un repunte sin precedentes en las últimas décadas.

R. Así es. Y soy el primero en congratularse de tan feliz situación. Mucho debe la actual vitalidad de nuestra escena a la labor de quienes hicieron posible este repunte del teatro áureo español en los años ochenta; un momento en el que se produjo una feliz coincidencia de intereses entre destacados profesionales de la escena y un mundo universitario en el que los estudios sobre el Siglo de Oro estaban en auge. Por desgracia, la proliferación de estudios y montajes en torno a un siglo ―con toda justicia― denominado de ese modo, relegó otros períodos de nuestra historia teatral, menos hollados por los investigadores, a una marginación en el ámbito universitario que tuvo como reflejo la inexistencia de esta dramaturgia ―totalmente desconocida― sobre las tablas. Salvo, por supuesto, un inevitable Don Juan Tenorio que ha acaparado todas las filias y fobias respecto a un teatro que, insisto, en realidad no se conoce.

P. ¿A qué llamamos “clásicos”? es el título del primero de los epígrafes de tu libro. ¿Puedes ofrecernos una breve reflexión o respuesta sobre esta pregunta?

R. Se trata del otro gran eje temático sobre el que se sustenta el libro. Implícita o explícitamente, cuando nos referimos al teatro clásico ―dejando a un lado el de la Antigüedad grecorromana―, nuestra mente nos dirige de forma natural e inmediata a los autores del siglo XVII; Lope, Calderón, Tirso y otras figuras de la pléyade de poetas que dieron fama y prestigio en toda Europa a la dramaturgia española de aquel tiempo. Sin embargo, nuestra gran tradición teatral no puede limitarse ―de hecho, no se limita― a un período tan reducido de la historia del teatro español; no solo se comete una injusticia con quienes recogieron el testigo de aquella dramaturgia, a la que aportaron nueva savia, y alimentaron la escena española durante los siglos XVIII y XIX ―siglo este último al que debemos, por otra parte, la recuperación y el prestigio de la tradición teatral barroca―, sino que supone un atentado contra un inmenso legado cultural, representado por multitud de grandes textos dramáticos, del que debemos sentirnos orgullosos.
A finales del siglo XIX, al teatro del siglo XVII aún se le conocía, simplemente, como “teatro antiguo español”, y solo fue entonces cuando empezó a acuñarse un término ―el de “clásico”― en el que también se incluyeron los autores de nuestro Romanticismo, o incluso Moratín. Fue en el siglo XX, como le decía antes, cuando cayó en descrédito la dramaturgia decimonónica ―la dieciochesca, en realidad, nunca fue valorada―, y también cuando se produjo ese resurgir de la dramaturgia barroca, que asumiría el exclusivo protagonismo, por los motivos ya comentados, de nuestro teatro clásico.

P. Son varios y muy interesantes los aspectos que abordas en tu libro: cuestiones relativas al canon literario, los festivales de teatro clásico, el fenómeno de las refundiciones teatrales y la adaptación al teatro de obras no escritas en su origen para la escena, el género lírico, el teatro clásico catalán, Don Juan Tenorio… Entre los epígrafes de la obra, hay uno dedicado a la Compañía Nacional de Teatro Clásico que nos ha llamado especialmente la atención. ¿Cuál es tu opinión sobre la labor llevada a cabo por la CNTC en sus más de treinta años de existencia?

R. Es mucho lo que le debemos a esta institución los amantes de nuestra tradición teatral. Adolfo Marsillach, y quienes prosiguieron su tarea al frente de la CNTC, lograron en pocos años lo que en la década de los ochenta parecía un imposible: devolver a la vida y a nuestra escena un teatro que dormía embalsamado en los libros de texto y en las estanterías de las bibliotecas. La apuesta de modernizar estos textos, adaptándolos a una estética contemporánea más acorde con los gustos y el lenguaje de nuestro tiempo, no fue fácil ni siempre compartida; pero el legado de Marsillach dio sus frutos y, para cuando el siglo XX quiso despedirse, el público se había acostumbrado ya a escuchar con naturalidad de nuevo el verso sobre las tablas y a disfrutar con las peripecias de los galanes, damas, criadas y graciosos de nuestro teatro áureo.
Ahora bien, si las obras de Lope, Calderón, Tirso, Moreto y tantos otros dramaturgos de nuestra escena barroca comenzaron a recorrer los caminos de España, impulsados por el gran trabajo realizado en su favor por nuestra Compañía Nacional de Teatro Clásico y quienes estuvieron al frente de esta, otros muchos “clásicos” de nuestra escena no llegaron a iniciar nunca ese camino. Salvo Don Juan Tenorio, el inmenso patrimonio teatral decimonónico español ha sido ninguneado por la compañía estatal encargada de velar por su conservación y difusión ―las excepcionales dramatizaciones llevadas a cabo en los últimos años de algunos de estos textos son un parche insuficiente―; y lo mismo cabe decir de la dramaturgia dieciochesca.
En este sentido, entiendo que la CNTC debería realizar un importante esfuerzo por, sin descuidar la producción de la dramaturgia del Siglo de Oro ―nuestra más importante aportación al teatro universal―, atender debidamente esta parcela de nuestro patrimonio teatral cuyos valores escénicos están por descubrir.

P. Una larga trayectoria como investigador y estudioso del teatro romántico, y la reciente publicación, también en Punto de Vista Editores, de Literatura y escena. Una historia del teatro español, avalan tu conocimiento de la materia abordada en este nuevo libro. Basándose en tu conocimiento de lo que llamas “el otro teatro clásico español”, quisiéramos concluir esta entrevista haciéndote una pregunta muy directa: ¿Qué obras de los siglos XVIII y XIX consideras que deberían ser rescatadas y puestas hoy en escena?

R. Lo primero que me gustaría es que el teatro de esos siglos se conociera y leyera, para lo cual sería necesaria una labor previa de estudio y difusión equiparable a la que existió y existe en torno al teatro del Siglo de Oro. Algo de lo que estamos muy lejos. Los estudiosos de la dramaturgia española de los siglos XVIII y XIX se cuentan con los dedos de una mano, las ediciones de obras de este período son muy escasas y es difícil encontrar, en las programaciones no ya de enseñanza secundaria, sino universitaria, lecturas de piezas de este período, más allá de El sí de las niñas de Moratín y el Don Juan Tenorio de Zorrilla o, a lo sumo, algún Don Álvaro o La fuerza del sino. No puede surgir interés por representar lo que no se conoce.
En mi libro se recoge un apéndice donde sugiero cincuenta posibles títulos escogidos en virtud de mis preferencias y de la repercusión que tuvieron en su tiempo. Podría haber elegido otros cincuenta con el mismo criterio.
Son muchas las obras que merecen ser rescatadas de aquel ingente legado, pero, por lo pronto, si de mí dependiera, comenzaría llevando urgentemente a escena el Don Álvaro del duque de Rivas, pieza fundamental de nuestra dramaturgia romántica que, desde su puesta en escena por Francisco Nieva en 1983, nadie ha pretendido volver a representar. Después, seguiríamos hablando.

P. Gracias, José Luis. Seguro que hablaremos, de eso y más cosas. Al menos lo seguiremos intentando, todas las semanas, desde La última bambalina 

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