Palabras mayores, "Divinas palabras"...


Que Valle-Inclán (1866-1936) es uno de los más grandes genios que ha dado la rica historia de nuestra tradición literaria y teatral es algo conocido, y reconocido, desde hace décadas. Su revolucionaria concepción de la escena es equiparable -incluso se adelanta- a la de los más importantes renovadores del arte dramático en el siglo XX. Anterior al teatro de la crueldad artaudiano, la dimensión de nuestro decadente modernista gallego como maestro de la palabra le permite hacer de esta un vehículo imprescindible de su peculiar universo dramático, al servicio de una permanente transgresión, alimentado en buena parte de su obra por el acicate inspirador de un mundo emanado de las más hondas raíces de una Galicia ancestral, bárbara, supersticiosa, animalizada y cruel -casi esperpéntica en sí misma-, donde los más elementales instintos del ser humano afloran, despojándolo de cualquier atisbo de refinamiento cívico. Y Divinas palabras (1919), la tragicomedia de aldea que estos días se representa en el Teatro María Guerrero de Madrid, constituye quizá el ejemplo más granado de esta singular e inconfundible dramaturgia.   

Estrenada por primera vez en 1933, bajo la dirección de Cipriano Rivas Cherif y con Margarita Xirgu en el escenario, Divinas palabras es uno de los textos más representativos -y representados- de la obra teatral de Valle. Todavía conservamos en nuestro recuerdo los montajes de Ricardo Iniesta y su compañía Atalaya (1998, 2009), o el de Gerardo Vera, en versión de Juan Mayorga (2006), a los que viene a sumarse esta nueva puesta en escena de José Carlos Plaza, buen conocedor de la obra del dramaturgo, quien ya asumió la dirección de esta pieza en anteriores ocasiones (1987, 1997) y fue el responsable escénico del montaje de las tres Comedias bárbaras en 1991.

El título de Divinas palabras alude al poder supersticioso y sobrenatural de las palabras vertidas por Pedro Gailo en la última escena de la obra, cuando contiene a las masas que arrastran desnuda a su esposa, la adúltera Mari Gaila, tras haberla sorprendido fornicando con Séptimo Miau: "Qui sine peccato est vestrum, primus in illam lapidem mittat"... Estas palabras, Las palabras en la arena (1949) utilizadas asimismo por Buero Vallejo como motivo de uno de sus primeros textos, constituyen la clave interpretativa de la tragicomedia de Valle-Inclán. No solo por la fuerza irracional del conjuro formulado en un lenguaje ininteligible, solo al alcance de los guardianes del misterio, sino por el profundo mensaje que encierran, cuyo sentido universal, liberador y profundamente crítico, desnuda las vergüenzas de quienes, desde una falsa superioridad moral, ocultan bajo el disfraz del hipócrita fanatismo sus más bajos temores y deseos.

José Carlos Plaza presenta un intenso y directo montaje de la obra, sin sorpresas, respetando un tradicional concepto del espacio y la ambientación que nos resulta muy adecuado para el texto de Valle, resaltado con toda su fuerza en la interpretación de unos actores que realizan un trabajo de lujo. Excelente el trabajo escenográfico y la iluminación diseñados por Paco Leal, así como el vestuario de Pedro Moreno y la ambientación musical a cargo de Mariano Díaz, que consiguen transmitir y recrear un inconfundible sabor añejo y rural de un tiempo ya lejano, pero todavía vivo en el recuerdo. A partir de un ingenioso y efectivo sistema de poleas con las que se desplaza y modifica la forma de una gran tela, con aspecto de vela jironada, que ocupa buena parte del escenario, el primero ha conseguido recrear y sugerir los múltiples espacios en que se desarrolla la acción, sobre un escenario prácticamente desnudo en el que cobra un necesario protagonismo el carro donde transportan a Baldadiño (el director ha preferido modificar el nombre dado por Valle al personaje, El Idiota, convirtiendo en nombre propio el adjetivo nominalizado con que se identifica a este, en alguna ocasión, en el texto original)

Un elenco formado por once actores de primera línea dan vida al inabarcable y novelesco mundo dramático de este Valle-Inclán que incluyó en su obra cerca de medio centenar de personajes y figurantes de distinto calado, que, aunque ligeramente reducidos por José Carlos Plaza, siguen siendo una multitud. María Adánez da vida, en una soberbia interpretación llena de fuerza y presencia escénica, a una Mari Gaila perfecta; al igual que Alberto Berzal, que borda su papel de Séptimo Miau; Ana Marzoa, grande en su representación de Rosa la Tatula; Consuelo Trujillo, que interpreta una muy convincente y poderosa Marica del Reino; Carlos Martínez-Abarca, en su papel del cornudo sacristán Pedro Gailo; María Heredia, como la joven Simoniña; o Chema León, el alcalde Pedáneo, entre otros personajes. Completan el reparto, con un trabajo igualmente impecable, Javier Bermejo, Diana Palazón, Luis Rallo y José Luis Santar.
     
Una puesta en escena y un trabajo actoral sobresalientes es lo que encontrarán quienes se acerquen estos días a disfrutar, en el Teatro María Guerrero, de uno de los textos teatrales más originales, transgresores, y de mayor calidad artística, de nuestra tradición teatral. Divinas palabras permanecerá en escena hasta el próximo 19 de enero.

José Luis González Subías

Fotografías: marcosGpunto

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