Alfredo Sanzol se reinventa a sí mismo en "El bar que se tragó a todos los españoles", una comedia de largo "metraje" y alta diversión


No podía haber acabado mejor este nuevo fin de semana recién concluido en lo que a experiencias teatrales se refiere. Con nuestras anhelantes entradas en la mano nos dirigimos ayer al Teatro Valle-Inclán para ver la representación de El bar que se tragó a todos los españoles, la última obra de Alfredo Sanzol -primera durante su etapa al frente del Centro Dramático Nacional-, que, desde el 12 de febrero, ha atraído el interés de un público que agota las entradas y una crítica rendida ante el talento del dramaturgo y director madrileño-navarro. Ganados ya para su causa hace tiempo, tan solo esperábamos con interés qué nueva fórmula, con qué "disparatado" y original ingenio nos sorprendería en esta ocasión; pero no podíamos imaginar la complejidad y riqueza del universo escénico que nos aguardaba sobre el escenario. Tres horas nada menos de un Sanzol en estado de gracia que ha confeccionado uno de los engranajes escénicos más originales, atrevidos, descarados, honestos, sinceros, brillantes y divertidos que hemos contemplado en lo que llevamos de temporada.

A partir de un hilo dramático-narrativo que viaja desde el presente al pasado para reconstruir la historia de Jorge Arizmendi, un cura que a comienzos de los sesenta, con 33 años, decidió abandonar los hábitos y marchar a Estados Unidos con el fin de iniciar una nueva vida, nos adentramos en una parte de la historia de España -y Norteamérica-, aún reconocible por muchos, que nos traslada a multitud de escenarios, vividos e imaginados, a partir de un bar de siempre capaz de trasladarnos, gracias al espectacular trabajo escenográfico de Alejandro Andújar y unas mínimas dosis de imaginación, lo mismo a un rancho de Texas que a una terraza en El Pardo o a las dependencias del interior del Vaticano. Toda una vida, inspirada en la figura de este sacerdote -trasunto autoficcional del propio padre de Sanzol- que trata de obtener la dispensa papal que lo permitirá ser libre y casarse con la mujer de la que se ha enamorado y de la que espera un hijo.

Con una maestría propia de quien se halla en su madurez creativa y domina todos los recursos de un oficio al que ha sabido otorgar sello propio, Alfredo Sanzol ha creado y dirigido un mecanismo perfecto, en el que todas las piezas encajan y se solapan unas con otras armoniosamente, con un envidiable ritmo escénico que se traslada a un público que contempla, absorto y seducido, cuanto sucede ante sus ojos, incapaz de reprimir unos aplausos que interrumpieron espontáneamente la representación en varias ocasiones; algo que solo sucede muy contadas veces, dentro de los cánones del buen espectador de nuestro tiempo. Y es que el trabajo del privilegiado elenco de actores que dan vida a este poliédrico universo de más de medio centenar de personajes es inmejorable. Nueve intérpretes que se desdoblan, multiplican y diseccionan en un ejercicio actoral de nivel superior, cuyos nombres merecen los más encendidos elogios: Francesco Carril, que da vida a un Jorge Arizmendi tierno, expresivo, inocente y encantador en suma; una Natalia Huarte que no se queda la zaga en expresividad, encanto, fuerza dramática y ternura, en el papel de Carmen Robles, la mujer de quien se enamora el todavía sacerdote; David Lorente, entre cuyos personajes se encuentra el noble y bruto Txistorro, entrañable cura que protagonizó algunos de los momentos de mayor comicidad -también brutalidad, aunque distanciada y farsesca- de la pieza; Nuria Mencía, cuya camarera filósofa -entre sus otros muchos personajes- arrancó los aplausos del público en un inolvidable pasaje; el maestro Jesús Noguero, que borda siempre sus apariciones en escena; y, en fin, para no extendernos en adjetivos prolijos que solo servirían para mostrar un elogio en realidad dirigido a todo el reparto, Elena González, Albert Ribalta, Jimmy Roca y Camila Viyuela; excelentes todos ellos en los cerca de casi treinta personajes que interpretan.

Sin dejar de ser una comedia al más puro estilo Sanzol, El bar que se tragó a todos los españoles es algo más; percibimos en ella una evolución, una ampliación de su universo dramático que aporta ciertas sorpresas y algunos registros del escritor y director que desconocíamos, mostrándolo, a nuestros ojos, más interesante aún y maduro. Una obra de muchos planos y lecturas que, a buen seguro, hará las delicias de todos los públicos que se acerquen a verla. Hasta el próximo 4 de abril, en el Teatro Valle-Inclán.

José Luis González Subías


Fotografías: Luz Soria

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