"El príncipe constante" o el triunfo de la fe y la virtud calderonianas


En sus orígenes, la Compañía Nacional de Teatro Clásico trató de acercarse -y acercar- en sus montajes a un público bastante alejado entonces de una estética, un lenguaje -en verso-, unos argumentos y unos temas que sonaban a arcaicos y desfasados, eligiendo cuidadosamente para ello el tipo de piezas que se consideraban más adecuadas para atraer al gran público -comedias sobre todo y textos muy conocidos-, así como unas puestas en escena novedosas y atractivas, en las que directores, escenógrafos y figurinistas desplegaron todo su talento e ingenio. Ganada ya esta causa desde hace tiempo, el teatro clásico español -en su vertiente renacentista y barroca- ha vivido en este siglo un idílico estado de complicidad con el público que lo ha situado entre los géneros preferidos por este en la escena contemporánea.

Cumplida su misión inicial, la CNTC tiene ahora la posibilidad de ahondar en la riqueza de un patrimonio cultural envidiable, y de rescatar textos menos conocidos o de elevada dificultad escénica. Contamos con medios más que suficientes para ello y existe un público lo bastante preparado como para reclamarlos y entenderlos. La llegada de Lluís Homar a la sede de nuestro teatro clásico y la elección de una obra de máxima calidad y complejidad textual como es El principe constante, cuyo papel principal asume el propio actor y director de la compañía, parece ir en esta dirección, que desde aquí compartimos y aplaudimos.

Todo un reto -y acierto, a nuestros ojos- supone la puesta en escena de este importante texto de Calderón de la Barca en el que se cifran todos los rasgos escénicos y literarios del dramaturgo madrileño, que comparte con Lope la cima de nuestro teatro áureo, y constituye la quintaesencia del teatro barroco, de la filosofía y la mentalidad de una época donde la vida es la antesala de una muerte cierta, el honor individual compite con la apariencia honorable, la conducta virtuosa se enfrenta al interés propio, el orden monárquico se estima como bien necesario y la fe católica asoma como baluarte de claridad y estabilidad vital que da sentido al orden social y humano.

Todo eso representa El príncipe constante, un texto, como tantos otros del autor de La vida es sueño, que encandiló a los románticos alemanes, con Schlegel y Goethe a la cabeza, y en el siglo XX fue llevado a escena por Grotowski en un revolucionario montaje que catapultó a la fama al director polaco hace más de cincuenta años. En España, el montaje más destacado y que aún se recuerda fue el dirigido por Alberto González Vergel en 1988, que sería repuesto dos años más tarde, con distintos intérpretes, en el Teatro Español.

Xavier Albertí es el encargado en esta ocasión de llevar a las tablas al infante don Fernando y su heroica y virtuosa renuncia a la libertad a cambio de salvaguardar para el catolicismo la ciudad de Ceuta, en manos entonces del reino de Portugal. Noble y mártir, la actitud del infante se convierte en modelo de comportamiento; un modelo magistralmente encarnado en la figura de Lluís Homar (Don Fernando), que afronta con maestría el reto de interpretar un personaje cuya edad no se corresponde con la del actor que le da vida, y sin embargo resulta creíble, sincero, emotivo y siempre comedido e intenso. Con una ejecución en la que prima el decir y la búsqueda de la inteligibilidad del sentido, sin perder por ello las florituras barrocas de un lenguaje exquisitamente poético y conceptual, endiabladamente culto en unos pasajes de insuperable extensión, Homar, junto con un extenso reparto de grandes figuras en el que sobresalen los nombres de Beatriz Argüello (Fénix), Rafa Castejón (Don Enrique), Álvaro de Juan (Don Alfonso), Arturo Querejeta (Rey Moro) o José Juan Rodríguez (Muley), entre otros tantos intérpretes que realizan un excelente trabajo individual y conjunto, acompañados por un brillante cuarteto de cuerda encargado de la ambientación musical -en directo- de la pieza, Albertí confecciona una puesta en escena sobria y elegante a un tiempo, que otorga a la palabra todo el protagonismo. La escenografía y el vestuario confeccionados por Lluc Castells enmarcan esta sobriedad en unos tonos ocres, terrosos -una tierra que cubre asimismo el suelo del escenario- y un azul marino, cercano al negro, que enluta metafóricamente el sentido trágico de una pieza sin asomo alguno de comicidad.

Denso, deliciosamente monocorde, intenso, íntimo y directo, las dos horas de duración de un montaje que renuncia a cualquier concesión al público -más allá del valor mismo de la pieza- fluyen sin necesidad de alharacas y transcurren sin que el tedio haga en ningún momento presencia, tal es el interés de cuanto sucede en escena y el modo de transmitirlo. 

Un excelente montaje, en definitiva, a nuestros ojos, El príncipe constante estrenado en el Teatro de la Comedia el pasado 17 de febrero, que podrá seguir disfrutándose en el templo de nuestro teatro clásico hasta el 10 de abril.

José Luis González Subías

Fotografías: Sergio Parra

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