"La zapatera prodigiosa" de García Lorca, en versión de Trece Gatos, o de cómo las buenas propuestas teatrales se sirven a veces en recipientes humildes


Ayer, Día Mundial del Teatro, lo celebramos como debe hacerse ese día, acudiendo a uno de los mágicos recintos donde se hace posible la existencia de este acontecimiento artístico y social milenario cuya razón de ser reside en el público. Y allá nos dirigimos, en calidad de tal, hasta Usera, en cuyos límites se alza orgulloso el humilde y muy activo Centro Sociocultural Mariano Muñoz, donde tiene establecida su sede, desde hace más de diez años, la compañía Trece Gatos.

No es la primera vez que hablamos en La última bambalina de este proyecto teatral dirigido por Carlos Manzanares Moure, cuya trayectoria acumula ya una treintena de montajes de alta calidad, de autores representativos del mejor teatro español y extranjero. Desde que nos cautivaron, en 2017, con una poética y enternecedora versión del Sueño de una noche de verano, y volvieron hacerlo al poco tiempo con El maleficio de la mariposa, no hemos perdido ocasión de ver cada nueva creación de esta singular compañía que ha encontrado desde hace tiempo un estilo propio, su arte nuevo de hacer comedias en este tiempo -y digo bien comedias, aunque el drama y el coturno no son ajenos a su repertorio-, pues ese es el género donde más cómodo se siente el universo farsesco característico de Trece Gatos, en el que la lágrima y el dolor se presentan siempre con comprensiva ternura y, a ser posible, dulcificados por una sonrisa, normalmente adornada con tintes poéticos y de mágica ensoñación.

Esta descripción, válida para cualquiera de sus montajes, se adecúa perfectamente a su interpretación de La zapatera prodigiosa, con la que Carlos Manzanares, director y autor de esta versión del conocido texto lorquiano, vuelve a demostrar haber cogido la medida al dramaturgo granadino, a quien le sienta bien, muy bien, su estilo.

El viejo y tantas veces repetido tema del matrimonio desigual en edad y desavenido se convierte en un bello cuento con reconciliación y final feliz en esta "farsa para personas" de Federico García Lorca inserta en una línea de renovación teatral muy extendida en las primeras décadas del siglo XX, cuya fórmula fue utilizada asimismo por el cine cómico estadounidense como forma de conectar con el público, en los inicios del séptimo arte. No resulta en absoluto sorprendente que Manzanares haya recurrido -en una práctica no ajena a sus montajes previos- a la proyección de imágenes reales de los actores que intervienen en la acción, en blanco y negro, propias de ese tipo de películas mudas.

Con una escenografía esencial, muy bien resuelta, capaz de reproducir el hogar donde viven un maduro zapatero y su joven esposa -por motivos, suponemos, de verosimilitud esta versión aumenta en diez años la edad de ambos esposos-, a la que saca treinta y cinco años, y un vestuario que, sin perder el estilo "gótico-fabuloso" característico de la compañía y el sentido onírico de sus creaciones, transmite asimismo con claridad el ambiente y unas situaciones propias de la España rural de un siglo XX trasnochado y atemporal. Otro elemento fundamental y muy destacable del montaje es la música -bellísimo el leitmotiv de la pieza, a guitarra-, obra del mismo Carlos Manzanares, interpretada por él mismo a lo largo de la representación.

No podemos concluir nuestra crónica sin destacar el excelente trabajo realizado por un elenco de actores formado por Raquel León (zapatera), José Mora (zapatero), Nuria Simón (vecinas, beatas, don Mirlo, mozos), Ángeles Laguna (alcalde) y Almudena Sepúlveda (niña). Sus actuaciones, absolutamente apropiadas para el lenguaje de la farsa, sin perder por ello la suficiente naturalidad, cumplieron con solvencia y profesionalidad su cometido, demostrando un dominio escénico y de los recursos vocales y corporales propio de intérpretes de largo recorrido.

Un diez, en definitiva, para el trabajo de esta humilde y entregada compañía que mantiene su entusiasmo por la escena con la misma ilusión con que inició su andadura en 2010, con unos resultados asombrosos, dignos de ser conocidos más allá de los dignos, aunque reducidos, límites del escenario de un centro cultural. Muchos son los montajes vistos por los ojos de este curioso observador que se oculta tras La última bambalina con la intención de documentar la realidad teatral de nuestros días, y aseguro que los trabajos de Trece Gatos merecerían ser vistos en muchas de las salas de este Madrid -y fuera de la capital- donde abunda una variada oferta teatral al alcance y gusto de todos los públicos. 

Ternura, poesía, sensibilidad, humor, fantasía e imaginación... esos son los ingredientes de una compañía teatral a la que invitamos a seguir en sus sueños.

José Luis González Subías

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