Por un beso... ¡Yo no sé qué te diera por un beso!


Dos vidas anónimas, dos desconocidas almas pasajeras, transeúntes de un camino circular que conduce a ninguna parte, o a la parte donde confluye todo, se encuentran en el largo recorrido de un extenso parque alejado de la ciudad, salpicado por solitarios bancos que esperan acoger a cualquier paseante tan solitario como sus eventuales hospedadores. Ella, una mujer madura, de clase media alta, interpretada magistralmente por Isabel Ordaz, que se dirige con temor a una cita con un destino del que preferiría huir; y él, un desconcertante y atrevido viandante al que da vida Santiago Molero, convertido en un actor de vuelos vencidos y sueños truncados -pero soñador al fin-, que "invade" el espacio de esta, para adentrarse, en apenas una horas, en su vida, convirtiéndose en un fiel acompañante y confidente de sus mutuas soledades, deseos, frustraciones, temores y fracasos.  

El ansia de vivir y de amar -bajo la atenta mirada de la muerte- se impone en El beso, esta tragicomedia del dramaturgo holandés Ger Thijs, traducida al español por Ronald Brouwer y dirigida por María Ruiz, que desde el pasado 16 de junio ha sido recibida con gran interés tanto por el público como por la crítica, en su reposición en la Sala Margarita Xirgu, del Teatro Español, donde ya se presentó en diciembre de 2020. 

Percibimos en este drama de hondo contenido y una densidad textual de elevada categoría literaria, la mano de un dramaturgo al que no interesa la futilidad, sino que apunta en la dirección más profunda de nuestras vidas para mostrar nuestra más frágil desnudez, nuestro verdadero rostro ante la soledad, la enfermedad y la muerte, nuestra realidad más "fieramente humana". Ese banco en mitad de un solitario parque y los dos personajes que coinciden en ese punto exacto de sus respectivas existencias, iniciando una relación y unas conversaciones que rozan la línea de la incorrección, incluso de lo creíble, llegando a situaciones de un humor grotesco, nos traslada, ineludiblemente, al universo beckettiano, al que se le ha despojado de su absurdismo distanciador -cuanto sucede en escena es muy real y muy cercano- y nos recuerda a Albee en esa Historia del zoo que tanto debe asimismo a Beckett. Incluso algo del Mihura de Tres sombreros de copa llegamos a percibir en esa tentación que percibe la mujer enferma -y que llora al iniciarse la acción-, en forma de invitación a vivir y a volar libre, cuyo desenlace será muy diferente al ofrecido por el escritor madrileño hace ya casi un siglo.

La vida y la muerte, la resignación y la lucha por afrontar el destino, o mejor aún, cambiarlo, se presentan en escena, en un debate dialéctico y emotivo, un duelo de voluntades y temores del que ambos personajes salen purificados y dispuestos a vivir, reforzados por la savia esperanzadora del amor. La esperanza prevalecerá, más allá de cómo finalice todo, como un mensaje que ilumina el camino que debe seguirse en la vida. No importa si la farmacéutica padecerá realmente ese cáncer de mama tan presente en la obra, o si el actor fracasado remontará el vuelo; lo importante es que juntos han vuelto a creer en las posibilidades que ofrece la vida... En sus propias posibilidades y en sí mismos. 

Con una atmósfera brillantemente conseguida, apoyada en el muy sugerente diseño escenográfico de Elisa Sanz y la iluminación diseñada por Felipe RamosMaría Ruiz ha dirigido un excelente montaje, hecho con exquisito gusto y una fuerza no exenta de delicadeza que asoma en cada uno de los detalles del conjunto. Y con un texto del calado de la obra escrita por Ger Thijs, solo faltaban dos actores de la talla de Isabel Ordaz y Santiago Molero para encontrarnos con uno de los mejores dramas escénicos que este 2021 nos ha regalado. Si la actuación de este último aporta toda la maestría y corrección de quien es, a todas luces, un excelente actor, el trabajo interpretativo de Isabel Ordaz sorprende y atrapa, desde el primer instante, por el peculiar personaje que ha sido capaz de crear con sus habilidades de consumada actriz. Está realmente impresionante en su papel de mujer madura, enferma e insatisfecha, cuya fragilidad es capaz de atravesar los más diferentes estados y transformarse incluso en un chorro de fresca y tentadora sensualidad. Sin caer en la caricatura, hay un punto de desgarrador expresionismo en ella, al mismo tiempo íntimo, sincero y callado, que traspasa sutil y torrencialmente el corazón -y el pensamiento- de los espectadores. Una actuación brillante.

Todavía hay oportunidad de disfrutar de esta pequeña joya del arte dramático que es El beso, que nos retrotrae a la mejor tradición teatral del pasado siglo, de la que tanto podemos -y deberíamos- aprender hoy. Todos los días -salvo los lunes, de merecido descanso-, en la Sala Margarita Xirgu del Teatro Español, hasta el 11 de julio.

José Luis González Subías


Fotografías: Roberto Carmona

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