El enredo libidinoso de la comedia plautina se abre paso en el teatro romano de Mérida con "Mercado de amores"
No puede entenderse el teatro sin la comedia, ese género dionisíaco sin el cual la tragedia habría languidecido de soledad... y aburrimiento. Nada más profundo y liberador que la risa, en su capacidad para minimizar los grandes -y pequeños- problemas del hombre, mostrándole unas debilidades compartidas por todos cuantos nos movemos y arrastramos por el antiheroico registro de la realidad cotidiana. Ya lo adivinaron los griegos, que sentaron las bases de unas estructuras y planteamientos escénicos que se mantendrían durante siglos; y los romanos, habituados al cultivo de una visión práctica de la vida, volcaron en los hallazgos de aquellos un prosaísmo vital al que Plauto, entre los siglos III y II antes de Cristo, dio su definitiva y más característica forma.
Como ya hiciera entonces el más importante comediógrafo de la antigua Roma respecto a la comedia griega, su predecesora, cuyos argumentos, temas y personajes le sirvieron de inspiración, adaptando textos anteriores al gusto romano e incluso llegando a mezclar diferentes obras en una, Eduardo Galán, destacado representante de la comedia de nuestro tiempo, ha creado en Mercado de amores una historia original -llena de reminiscencias literarias-, construida a partir de tres de las piezas del autor latino -El mercader, Asinaria y Cásina-, a las que no solo ha sabido hilar en un argumento coherente e ingenioso que mantiene la esencia del teatro plautino, sino que ha insuflado su propio estilo personal; no tan lejos, en muchos aspectos, del de aquel.
El enredo se abre paso en un argumento centrado en el engaño como motor de la acción y el clásico disfraz de un personaje que oculta su sexo, dando lugar, con su transformación, a un cúmulo de divertidos equívocos ligados al amor y al deseo. Todos aman -o desean- a todos en el teatro de Plauto; no importa la edad ni la condición social ni, llegado el caso, el sexo... Como lo hacen los personajes de muchas de las comedias del autor madrileño. El desenfado y la libertad -con alguna que otra pulla y numerosos guiños a la realidad de nuestro siglo- es la tónica de una comedia en la que Plauto y Galán hacen un tándem perfecto. Muchos de los guiños picantes a la galería de este último no habría dudado en emplearlos aquel hace veintitrés siglos, como se sirve Galán de unos recursos que funcionaron entonces y siguen haciéndolo hoy, bien que adaptados, actualizados, a nuestras costumbres y referentes ideológico-culturales.
Se introducen también, en un montaje dirigido con acierto y sin alharacas innecesarias por Marta Torres, algunas escenas cantadas, con pequeñas danzas de transición, no ajenas a la comedia romana, en las que los actores muestran con mayor descaro si cabe el rostro amable de lo que, en todo momento, se presenta como un espectáculo lúdico, hecho para divertir y compartir con el espectador un espacio y un tiempo de puro regocijo y desinhibición. Destaca especialmente Pablo Carbonell en estas secuencias donde su histrionismo gamberro se encuentra en su salsa, pero también tuvo su momento Esther Toledano, que incluso llegó a zarzuelear mientras esperaba a su amante. Todos los actores cumplieron a la perfección su cometido, dando vida, a través del juego y la farsa, a un plantel de tópicos personajes repetidos hasta la saciedad por la comedia de todos los tiempos: Pánfilo (Pablo Carbonell), rico mercader, movido por el dinero y la concupiscencia; tanto como el político Leónidas (Francisco Vidal), que, como aquel, cuida la virtud de su hija Tais (Esther Toledano), candidata a vestal y amante de Pánfilo; Olimpión (José Saiz), el criado borracho y gracioso, convertido en figura del donaire; Erotía (Ania Hernández), la hija del mercader, astuta y enamorada de su esclavo Carino (Víctor Ullate Roche), dispuesta a engañar a su "inocente" padre convirtiendo a su amante en Carina.
El dramaturgo, buen conocedor de los entresijos de la comedia clásica, ha creado una estructura dramática coherente, correctamente articulada, que, como no podía ser de otro modo, alcanza el final feliz con la ayuda de un viejo recurso anagnórico que evitaremos desvelar para no desentrañar nada más sobre el contenido de la pieza. Elogiable es el trabajo de Marta Torres como directora del montaje, que ha sabido interpretar de forma muy acertada el sentido del texto y armonizar un conjunto artístico al que Arturo Martín Burgos ha dado un marco escenográfico funcional y efectivo, que nos sitúa en la vieja Roma sin alejarnos de esta, y que Carmen Beloso ha vestido con unos ropajes de época atractivos y apropiados al conjunto.
No se busque otra cosa en esta comedia más allá de lo que es, que no es poco, y relájense para disfrutar de un espectáculo apropiado para los amantes de la risa y del dolce far niente más popular de todos los tiempos. Mercado de amores permanecerá en el Teatro Romano de Mérida, en el marco del 67 Festival Internacional de Teatro Clásico, hasta el 18 de julio.
José Luis González Subías
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