La sala Margarita Xirgu, del Español, inicia temporada con un nuevo tirón de orejas al espectador aún no converso


 
Despierta, ese es el título con que la sala Margarita Xirgu, del Teatro Español, inaugura su nueva temporada. Y vuelve a hacerlo con un texto en la línea de otras producciones anteriores que marcan el tono de un tipo de teatro bastante extendido -casi nos atreveríamos a decir, mayoritario- en la sociedad española de las últimas décadas; un teatro que tiende a lo panfletario y que suele confundir las tablas con un púlpito destinado a predicar y compartir con sus feligreses -en su mayoría fieles acólitos- la nueva doctrina, o evangelizar a los no convencidos o abiertamente refractarios a ciertas afirmaciones e ideas lanzadas con entera libertad -como no podía ser menos- desde el acogimiento a sagrado que ofrece el escenario. Si esto se presenta, además, con el envoltorio de la autoficción, recurso artístico genuino del culto al yo de un tiempo -el nuestro- que se desgañita, paradójicamente, por mostrar su rostro más social y comprometido con el otro -perdón, la otra-, el resultado es la historia que desde el pasado 10 de septiembre se ofrece en el edificio donde se alza -deberíamos decir orgulloso- el paladín de los teatros españoles desde hace cuatro siglos y medio.    

Siempre pensé que la ruptura de la cuarta pared en el teatro, con toda su pretendida modernidad, era un recurso engañoso y desequilibrado con el que, bajo la apariencia de una cercanía y complicidad en realidad inexistentes, se establecía un monólogo unidireccional sin réplica alguna más que la de los aplausos -que, por regla general, se ofrecen siempre-, desde una posición de manifiesta superioridad frente a un público uniforme y sin rostro que suele actuar como una masa compacta y dócil fácilmente maleable. En ese sentido, no hay ejercicio menos democrático y libre que el de la asistencia a una representación escénica, donde el único que ejerce su libertad es el actuante. Y no vale argüir que uno es libre de ir o no... No estamos hablando de esa clase de libertad. Pero dejémoslo ahí.

Dicho esto, la verdad es que la primera obra escrita para la escena por la actriz Ana Rayo nos interesó durante buena parte de la historia, que seguimos con interés hasta que cayó en brazos de la proclama. Nos fascinaron las increíbles dotes de esta como intérprete; su capacidad para desplazarse por escena, la expresividad y los matices de su voz, el dominio del cuerpo, el ritmo y el silencio... Estábamos encantados con el gran trabajo artístico de un montaje construido con exquisita profesionalidad y elegancia: la escenografía de Alfonso Barajas, la coordinación coreográfica de Mónica Runde, la iluminación de Juanjo Llorens y la música de Mariano Marín, con la que tanto nos sentimos identificados; y, sobre todo, con la labor de Natalia Menéndez, que ha dirigido, con la maestría a que nos tiene acostumbrados, un espectáculo de muy alta calidad escénica. Durante buena parte de la función estuvimos convencidos de que nos levantaríamos del asiento, al concluir esta, para aplaudir con fuerza tan excelente trabajo.

¿Qué falló entonces? Ya lo hemos contado. Despierta es un texto escrito, aparte de como desahogo personal -lo cual no es criticable, ¿quién no lo hace, en mayor o menor medida?-, con la única finalidad de invitarnos -obligarnos- a abrir los ojos, en una intensa catequesis de modernidad donde se da repaso a todos los grandes temas de la sociedad española actual: represión franquista, sometimiento de la mujer, abusos sexuales, aborto, eutanasia, lenguaje inclusivo... y, como eje central del discurso todo, el machismo, esa lacra de consecuencias criminales que lleva en potencia el germen del abuso, la violación y el maltrato a la mujer, víctima inocente del hombre. Todos los tópicos sostenidos por los abanderados de la sociedad naciente se dan cita en un mismo texto, cuyo único personaje aglutina todas las calamidades e injusticias consecuencia del legado de sus padres y abuelos, a quienes deberíamos sumar la especie humana misma, desde sus orígenes.

Un gran montaje y una excelente interpretación de un texto, en nuestra opinión, maniqueo y no especialmente bueno, es lo que vimos ayer en la sala Margarita Xirgu del Teatro Español. Estamos seguros de que la obra entusiasmará a muchos -el público aplaudió enfervorecido y en pie-, y puede que moleste a quienes, como yo, rechazamos el uso del teatro como catequesis doctrinaria y las regañinas hacia un sector del público -había algunos hombres entre los asistentes- al que probablemente no gusta pagar una entrada para que lo insulten. La vieja fórmula de escribir "contra el público" ya se probó en tiempos de José Ruibal -con mucha mejor calidad- y la única consecuencia que obtuvo es que este dejara de acudir al teatro. No tentemos de nuevo a la suerte.

José Luis González Subías


Fotografías: Jesús Ugalde

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