El camino a la verdad a través del fingimiento


Hay una línea muy estrecha entre la ficción y la verdad; como entre la vida y la muerte, o entre la realidad y el teatro... Esto lo sabían muy bien nuestros antepasados barrocos, que hicieron del escenario la caja mágica donde los sueños alcanzaban a hacerse vivos y aprendieron a poner en entredicho la fragilidad de una vida tan cerca del no ser y la ficción. Lo real y lo fingido se mezclan y confunden en el teatro, y especialmente en aquellos textos que, desde muy pronto, hicieron uso de la metateatralidad como herramienta de indagación tanto en el arte de la escena como en el ser humano y su relación con el Creador. Más allá de un juego destinado al divertimento, una escuela de costumbres o un espacio destinado a la crítica y la reflexión respecto a la condición humana, la escena ha sido con frecuencia un recinto privilegiado donde se han vertido preguntas trascendentales de alcance metafísico y teológico. Y así lo hicieron nuestros dramaturgos barrocos; no solo Calderón o Tirso, sino también un Lope de Vega que, en Lo fingido verdadero (ca. 1608), muestra su rostro más shakespeariano y calderoniano.

Sabia y arriesgada elección la efectuada por Lluís Homar al recuperar para la escena un texto de nuestro fénix realmente difícil y muy poco frecuentado en nuestros teatros. El director tanto de la CNTC como del montaje de esta obra que hace apenas unos días se estrenó en el Teatro de la Comedia vierte en ella su visión del hecho escénico como una acción donde la palabra y el intérprete son los auténticos protagonistas. Desde su perspectiva de actor y amante de la mejor literatura dramática, el director catalán vuelve a llevar a escena -esta vez solo como director- un texto de enorme complejidad, obra de un escritor que se hallaba en su plenitud creativa. Ambientada a finales del siglo III, en la antigua Roma, durante el breve mandato de los emperadores Carino y Numeriano, ambos asesinados en escena, este último a manos de quien heredará la corona laureada de César, Diocleciano, la historia de esta tragicomedia centrada en la figura de Ginés de Roma, actor pagano que, interpretando ante este último el rito bautismal, recibe la llamada del Cielo en forma de ángel que lo ilumina y obra en él la verdadera conversión a una fe fuertemente perseguida entonces en Roma, que lo conduce al martirio y la muerte.

Nos hallamos por tanto ante un clásico texto de la dramaturgia áurea española, que no en pocas ocasiones puso en su punto de mira el misterio de la fe, cuyo alcance y significado teológico no ha omitido en modo alguno el director. Más bien al contrario; a medida que avanza la pieza, que va ganando en intensidad y sentido en el transcurso de las tres jornadas en que se divide la acción, sin abandonar el casi permanente espacio metateatral en que transcurre -basado en la confusión entre fingimiento y verdad-, toma protagonismo el verdadero motivo que llevó a Lope a escribir esta característica "comedia de santos" barroca: ensalzar la figura de San Ginés, santo mártir patrono de los actores. Los impactantes efectos milagrosos sobrenaturales que hacen su aparición en la jornada tercera son, como debieron serlo en tiempos de Lope, la apoteosis final de una serie de cuadros conducentes a mostrar en escena el suplicio final del mártir y su encumbramiento, que en la visión de Homar alcanza la imagen de un Cristo crucificado ante nuestros ojos.

Son estos, visualmente, los momentos de mayor intensidad dramática de un montaje que, hasta entonces, ha dado a la palabra -y qué magnífica palabra la de Lope- el principal protagonismo, llevando la escenografía (obra de José Novoa) a un minimalismo reducido a una plataforma de doble nivel capaz de recrear, con la imaginación del espectador, los más diversos espacios; apoyada en un vestuario contemporáneo (diseñado por Pier Paolo Alvaro), totalmente alejado de cualquier intento de recreación historicista de los sucesos, la música de Xavier Albertí, y un importante uso de la iluminación, a cargo de Juan Gómez Cornejo.

Magnífico el elenco elegido para dar vida a este proyecto, en el que destaca por su impresionante capacidad interpretativa, su gesto y su bien timbrada voz, Israel Elejalde (Ginés); como lo hacen en sus respectivos papeles María Besant (Camila), Arturo Querejeta (Diocleciano), Aisa Pérez (Marcela), Paco Pozo (Maximiano) y el resto de un compacto reparto, no menos importante, encargado de representar a una treintena de personajes: Silvia Acosta, Montse Díez, Miguel Huertas, José Ramón Iglesias, Ignacio Jiménez, Álvaro de Juan, Jorge Merino, Verónica Ronda, Aina Sánchez y Eva Trancón.       

Para imitar a la vida no hay más que fingirse vivo, como para llegar a ser no hay más que fingir serlo. Y esto lo saben muy bien los actores, que tienen en Lo fingido verdadero un verdadero espacio para el arte del fingimiento, del que podrán disfrutar cuantos acudan al encuentro con este importante texto de Lope de Vega, en el Teatro de la Comedia, donde permanecerá hasta el 27 de marzo.

José Luis González Subías


Fotogafías: Sergio Parra

Comentarios

Entradas populares de este blog

Una "paradoja del comediante" tan necesaria y actual como hace doscientos años

"Romeo y Julieta despiertan..." para seguir durmiendo

"La ilusión conyugal", un comedia de enredo donde la verdad y la mentira se miran a los ojos