"El disfraz", "Las cartas", "La suerte", un tríptico deshilvanado, con escaso sabor de época


No, no es esto. Que nadie se lleve a engaño al asistir al teatro con la intención de ver en escena, por fin, siquiera en la sala más íntima de la sede de la CNTC, la que toma el nombre de nuestro ilustre dramaturgo mercedario, nada menos que tres piezas de nuestra olvidada dramaturgia decimonónica -si bien dos de ellas se quedan lejos cronológicamente del siglo romántico, para acercarse, incluso adentrarse en la centuria pasada-. Por un momento, al conocer la intención de Lluís Homar -quien tanto aparece últimamente en los textos de las obras que encarga para sus teatros- de incluir, en la programación de la compañía nacional encargada de velar por la salvaguarda y difusión de nuestro teatro clásico, los nombres de Joaquina Vera, Víctor Catalá (Caterina Alert) y Emilia Pardo Bazán, salté de gozo (esta afirmación deseo hacerla en singular). Por fin iba a darse cierta visibilidad, desde la única institución cultural con suficiente poder y medios para hacerlo, al teatro español del siglo XIX, por quien tanto suspiro desde hace tiempo y tanto he tratado de defender en mis estudios y escritos. 

Algo debió de hacernos recelar (permítaseme la vuelta al plural de modestia) el hecho de que todos los nombres aludidos eran de autoras femeninas; pero dimos por buena esta concesión a nuestro tiempo, a cambio de rescatar al menos, para el teatro, unas migajas de nuestro fecundo pasado dramático de hace casi dos siglos. Conocedores de sus grandes valores escénicos y literarios, estábamos convencidos de que bastaría con mostrar solo una mínima parte de este tesoro para que el público, los programadores, productores y gentes de la profesión cayeran rendidas a sus pies ("lo que le pasa al teatro del XIX, como a la tónica, es que se ha probado poco", me decía... y me digo). Pues bien, ¡cuál no sería mi sorpresa cuando, después de una ¿sainetesca? introducción a un espectáculo que, sin descanso alguno, se extendía durante casi dos horas y media (¿Serán conscientes algún día los encargados de montar estas obras de que la atención media de un ser humano sobre cualquier cosa que le cuenten, incluso vea, es muy inferior? ¿Tan costoso es hacer un receso?), nada, o apenas nada, de lo que vi (vuelvo al singular) en escena se corresponde con lo que fue, con lo que es -sobre el papel, pues aún está por ver-, la dramaturgia española decimonónica.

Pero justifiquemos dicha afirmación y vayamos al análisis de esta singular propuesta teatral producida por la CNTC. El espectáculo que se nos presenta aúna, en un variopinto collage, sin sentido ni unidad alguna -más allá del hecho de que todas sus autoras fueron mujeres, o la insistente y exagerada presencia de un popularismo rústico que se torna casi en grotesco-, tres piezas menores -¿por qué elegir piezas menores? ¿Acaso no las hay mucho mayores, en todos los sentidos del término?- de sendas escritoras decimonónicas: El disfraz, de Joaquina Vera; Las cartas, firmada por Víctor Catalá; y La suerte, de Emilia Pardo Bazán

Tan solo la primera de estas obras, presentada expresamente en su tiempo -y en el montaje- como "comedia en un acto, arreglada al teatro español", corresponde al arquetipo de lo que es sensu stricto una pieza teatral breve característica del siglo XIX. Cientos, miles de textos semejantes a este circularon por los cada vez más numerosos teatros que se construyeron por toda España en aquella centuria, haciendo reír con sus enredos, con frecuencia ligados al amor y el matrimonio, heredados de la más popular y arraigada tradición de nuestro Siglo de Oro, a un público aún variopinto, representativo de todas las clases sociales. Yerra el director del montaje, Íñígo Rodríguez-Claro, al afirmar en el programa de mano que este arreglo del teatro francés -como lo eran gran parte de las obras representadas entonces en nuestros escenarios-, cuyo original se desconoce, tan solo se representó una vez, el 24 de octubre de 1847. Ignoro la fuente del director, pero lo cierto es que El disfraz de Joaquina Vera, comedia efectivamente impresa en Madrid en 1844 (en diciembre, para ser más exactos), se estrenó casi tres años antes de la fecha indicada por Rodríguez-Claro; en concreto, el domingo 19 de enero de 1845, en el Teatro del Circo, permaneciendo en cartel todavía un día más. Vaya esta advertencia, sin otro ánimo que corregir un dato incorrecto, que el director ofrece con su mejor intención y realmente no tiene por qué saber, a quien corresponda. Otro asunto que sí le compete y del que es absoluto responsable, es el del planteamiento con que aborda la dirección y el montaje del texto elegido, no sé si por él. Utilizar el texto de El disfraz para intercalar proclamas e intenciones que, ni por asomo, estaban en la mente de su autora, puede ser lícito partiendo del principio de la libertad creadora -y el director, a su modo, lo es-, pero incluir añadidos que nada favorecen a la obra original y solo sirven para tergiversar su sentido, ofreciendo un mensaje anacrónico y extemporáneo, no es el mejor modo de rescatar el legado del teatro español decimonónico ni, por supuesto, reivindicar la figura y la obra de Joaquina Vera; a quien, a pesar del director, pudimos reconocer en los momentos más brillantes de la pieza.

Vayamos ahora a Las cartas, un monólogo compuesto por la escritora gerundense Caterina Albert, en 1899, "representable", según lo describe Anna Caballé en el programa de mano, aunque para aclarar que apenas ha sido representado; aburridísimo, añado yo (vuelvo a emplear el singular, sin mascarilla), a pesar de los intentos de Mamen Camacho, la auténtica protagonista de este show interpretativo a lo Lina Morgan -salvando las distancias- y el club de la comedia, que rompe todo el ritmo -y qué ritmo el de la pieza anterior- de la función. Tras de la historia narrada por la madrona que protagoniza este divertimento tragicómico, esta tragedia grotesca que no sin investigar un poco pudimos identificar con un texto escrito verdaderamente para el teatro, al que no ayuda tampoco la inclusión de unos guiños -también extemporáneos- entre metateatrales y autoficcionales, en los que Lluís Homar tiene asimismo su pequeño protagonismo. Ese endiablado deseo de llevar a escena el habla "de la gente rústica, sencilla, la mayor parte de las veces analfabeta", en palabras de Caballé, si en ocasiones -como en el caso de la pieza de Vera- contribuye a potenciar la comicidad y los rasgos humorísticos del texto, termina convirtiéndose en una fuente de ruido -en el sentido que otorga al término la teoría de la comunicación- que dificulta la inteligibilidad del mensaje, haciendo que se pierdan muchas palabras, guiños e intenciones del texto; especialmente en este. Desde el punto de vista del montaje conjunto de las tres piezas, y su estructura compartida, esta obra, dirigida por María Prado, resulta demasiado extensa, rompe la intensidad y el ritmo dramáticos y desconecta al público de la función, a pesar del gran trabajo de la actriz que interpreta al personaje.

La suerte
, de Emilia Pardo Bazán, nos devuelve de nuevo a un espacio teatral, ambientado en esta ocasión en una Galicia rústica y ancestral, de fuerzas telúricas, instintivas, primitivas, donde la fatalidad guía la mano brutal del hombre nacido para matar, y la funesta suerte del destinado a perder y morir. Excelente dirección, a cargo de Julia Barceló, de una pieza nacida para el teatro (se estrenó en 1904), si bien directamente conectada con el mundo narrativo de la autora, con ribetes valleinclanescos, que se nos queda muy corta en extensión frente a la extenuante travesía del texto anterior, y de la que no nos hubiera importando seguir disfrutando durante algo más de tiempo. La ambientación sonora a cargo de José Pablo Polo, responsable asimismo de la música y el sonido del resto de los montajes presentados, como en el caso de la escenografía y el vestuario de Elisa Sanz, y la iluminación de Pedro Yagüe, es otro de los grandes valores de la propuesta de Barceló, junto con el trabajo de dos actores, José Carlos Cuevas y Alba Redondo, de un enorme talento.

Es este aspecto, precisamente, lo más destacable del espectáculo que se representa estos días en la sala Tirso de Molina del Teatro de la Comedia; el magnífico equipo artístico encargado de su plasmación escénica, la dirección a tres manos -con sus luces y sombras- de tres textos muy diferentes, y el excelente trabajo desarrollado por un elenco de actores impecable, cuyos nombres no queremos dejar ocasión de recordar: Mariano Estudillo, José Pablo Polo, José Juan Rodríguez, Alba Enríquez, Andrea Soto Moncloa, Daniel Teba, Mamen Camacho, Silvia Nieva, José Carlos Cuevas y Alba Redondo. Lo peor, en nuestra opinión, el planteamiento mismo de un proyecto que consideramos fallido, algunos aspectos de su puesta en escena, y los textos elegidos. No creemos que sea este el camino para recuperar, dignificar y difundir el gran patrimonio teatral de nuestro pasado decimonónico, por desgracia, tan injustamente olvidado y menospreciado (desde el desconocimiento).

Este es, en fin, mi análisis de cuanto vi ayer. El disfraz, Las cartas y La suerte permanecerán en la madrileña calle del Príncipe hasta el 5 de junio. Me encantaría que contrastaran con su opinión mis sinceras palabras.

José Luis González Subías


Fotografías: Sergio Parra

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