Unos "Amores flamencos" llenos de poderío y belleza, en el Teatro La Latina

 

Ayer tarde estuve de nuevo en el teatro; en el Teatro La Latina, para ser más exacto. Y esta vez pretendía hacerlo simplemente como espectador, de bienhadado público, alejado de esta permanente intención de atesorar, para analizar después y verter sobre el papel las impresiones de cuanto he observado en escena el día anterior. Nada más natural, tratándose de un espectáculo, en esta ocasión, totalmente alejado de lo que acostumbro a presenciar sobre el escenario cuando voy al teatro; y dicho sea de paso, sobre el que carezco de la información y formación necesarias para emitir el más leve análisis y valoración, más allá de una mera opinión personal. 

Mi vocación, sin embargo, de escritor y de comentarista de la realidad escénica de mi entorno, así como el impacto del hecho artístico que ayer contemplé y disfruté en La Latina, me ha decidido a verter unas palabras en elogio de esos Amores flamencos que tanto sentí y comprendí, en lo más profundo, a pesar de lo alejado que, en principio, pudiera creer se halla mi experiencia y trayectoria personal del mundo que presencié sobre las tablas.

Expresión artística en estado puro; pura creación y puro arte; técnica depurada, exquisita; virtuosismo en la danza y la música, que se derrama en un vertiginoso, sutil y contagioso ritmo que lo impregna todo. Magia hechicera de unos sonidos que todo español reconoce, debería reconocer... taconeo, quejío, cante surgido de la raíz de la vida y volcado hacia el cielo en petición de ayuda o inspiración... Fuerza, raza, estirpe, nobleza, sangre, amor, pasión, sensualidad, plasticidad... belleza y vida en suma... que hasta de un rubio cano, como yo, arranca un espontáneo y arraigado "arsa" y un "olé" capaz de poner en pie a todo un patio de butacas. 

No sé nada de flamenco (más allá de lo que la tradición en que nací, y respiro, me trasmitió), pero al contemplar lo que este generoso grupo de artistas de la música y la danza (nada menos que diez bailarines capitaneados por la bailaora María Cruz y, como artista invitada, Carmela Greco; media docena de músicos de primerísimo orden y los cantaores Nael Salazar y José del Calli) ofreció ayer al respetable, no pude menos que comprender por qué nuestro flamenco es, desde hace años, patrimonio cultural de la humanidad. Nada tiene que envidiar nuestro taconeo al elegante y distinguido arte del claqué estadounidense; nuestras castañuelas hacen enmudecer a quien las escucha; y el contoneo de nuestras bailarinas, la estilizada finura y garbo de nuestros bailarines, y el poderío en fin de todos ellos, podría competir con cualquier danza, de las que con orgullo podría sentirse pionera y referente la española -y el flamenco, uno de sus más reconocidos puntales- en muchos casos. ¡Cuánto saber, cuantos siglos, cuánta experiencia se desprende de cada paso, de cada movimiento de brazos y manos, en cada mirada y cada gesto! ¡Qué precisión, instinto natural, estudio y dominio técnico!

Poco, nada puedo decir, más allá de que Amores flamencos es un espectáculo de una enorme calidad. No solo por sus excepcionales intérpretes sino por un equipo artístico a su altura, que cuenta con la dirección de Carlos Rodríguez, un excelente trabajo de iluminación a cargo de Luis Perdiguero, el sonido y las proyecciones de Víctor Tomé, y un magnífico vestuario diseñado por Rosa María Andújar, Sandra y María Calderón.

Si bien apartándose de sus lindes, era necesario que La última bambalina dejara testimonio de este espectáculo en sus memorias teatrales de nuestro tiempo. Los madrileños tendrán la oportunidad de disfrutar, hasta el 17 de julio, en el Teatro La Latina, de estos Amores flamencos llenos de chispa, talento y arte, capitaneados María Cruz, una jovencísima musa de la danza española cuya carrera acaba solo de despegar. No se lo pierdan. 

José Luis González Subías


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