Pablo Messiez sorprende y deslumbra con "La voluntad de creer", una artística tragicomedia negra en torno a la fe


¿Qué tendrá la fe frente a la razón? ¿Acaso son dos fuerzas irreconciliables? ¿Por qué la razón y la realidad se tornan insuficientes para explicar o dar sentido a cuanto nos rodea y no comprendemos, a nuestra propia existencia y, en definitiva, al trágico acontecimiento que determina nuestra vida, la paradójica inevitabilidad de la muerte? 

Es un alivio intelectual y espiritual sentir sobre un escenario la pulsión del misterio y la duda; y hacerlo desde el distanciamiento humorístico de quien se sabe lo bastante insignificante y fugaz como para no tomarse excesivamente en serio, y tan grande como para permitírselo, sabiéndose por encima de todo y de nada, desde el instante mismo en que se acepta la imposibilidad del dominio sobre el tiempo y la propia existencia. Ser y no saber nada... y ser sin rumbo cierto... Esa angustia existencial que ha marcado al hombre posromántico y fue convertida en expresión artística por nuestros viejos poetas finiseculares (tan contemporáneos...), que no llegó a abandonarnos en el largo siglo del que somos herederos, ha vuelto a manifestarse en las tablas con la misma intensidad que en sus orígenes, confirmando nuestro permanente desasosiego ante las eternas preguntas y la angustiosa necesidad de resolverlas. O, en su defecto, de seguir haciéndolas. Lo hemos comprobado en varias de las numerosas propuestas teatrales que hemos podido disfrutar en los últimos años; pero en pocas con tan profunda intención y efectivo resultado como en La voluntad de creer, una inquietante creación de Pablo Messiez, dirigida por él mismo, que desde su estreno en la sala Max Aub de las Naves del Español , el pasado 7 de septiembre, se ha convertido en uno de los acontecimientos teatrales de la temporada. 

No nos costó comprender, nada más entrar en la sala, el porqué de su éxito. Lo bueno siempre deslumbra. Y hay mucho por lo que deslumbrarse en el montaje que hoy presentamos en La última bambalina.

Basada en la película Ordet (1955), de C. Theodor Dreyer, que se proyecta en un pequeño televisor situado a un lado del escenario, mientras se desarrolla la acción de la obra, con una escrupulosa precisión entre las secuencias y escenas de ambas, Messiez plantea un montaje de estética y estilo absolutamente actual, tanto en la coordinación de los actores, sus movimientos e interpretación, su colocación en el espacio e interrelación con el público, como en la eliminación consciente de la distancia entre los actores y sus personajes, o, lo que es lo mismo, entre la realidad y la ficción; la utilización del escenario como un espacio lúdico donde nada es lo que parece, siendo a la vez verdad (al menos, tan verdad como la realidad del juego compartido por todos más allá de las tablas) cuanto experimentamos. En todo momento se insiste en dotar al espectáculo de un aire de seriedad y misterio, matizado por un distanciamiento humorístico (cuyo principal peso recae en la actriz Rebeca Hernando) lo bastante fuerte como para rebajar una tensión que, sin embargo, no dejamos de percibir y mantiene el permanente interés por lo que sucede en escena.

Todo cuanto se ofrece es una lección de maestría y profesionalidad que, desde la dirección, se extiende a todo el equipo artístico que interviene en la pieza. El diáfano y luminoso espacio escénico diseñado por Max Glaenzel -acorde con el blanco y negro de la película de donde nace-, pleno de funcionalidad y simbolismo, potenciado por la iluminación de Carlos Marquerie, contrasta armónicamente con un vestuario (a cargo de Cecilia Molano) que aporta realidad al aséptico e impreciso lugar en blanco y negro donde se desarrolla la acción. 

El choque entre un pasado inmóvil, de esencia rural, simbolizado en Felicidad, antinómico nombre del sufriente y esperpentizado personaje representado magistralmente por Rebeca Hernando, y el nuevo mundo revelado por su hermana Amparo (Mikele Urroz) y la mujer que la acompaña, Claudia (Marina Fantini), llegadas al lugar para que esta dé a luz un hijo de ambas que está a punto de nacer, se manifiesta de forma paralela a un conflicto de alcance más trascendente en torno al poder de la ciencia y la razón -simbolizadas en la figura del doctor (Íñigo Rodríguez-Claro)-, frente al poético irrealismo y la fuerza irracional de una fe encarnada por Juan (José Juan Rodríguez), el hermano menor de la familia, quien cree ser Jesús de Nazaret, y en buena medida por Paz (Carlota Gaviño), la hermana poeta, que reforzará la fe del propio Juan desde la que ella misma vuelca en él.

Resultan curiosas las muchas concomitancias que pueden establecerse entre esta obra y La sangre de Dios, un interesante texto de inspiración kierkegaardiana, de Alfonso Sastre, estrenado el mismo año que la película de Dreyer, centrado en un conflicto semejante en torno a la fe. También Juan es un asiduo lector del filósofo danés, cuyos escritos han causado -en opinión de sus hermanas- su locura. No hay duda de que Pablo Messiez se ha interesado por un asunto importante a mediados del pasado siglo, coincidente con el apogeo del existencialismo y del teatro del absurdo, del que Beckett -quizá no sea casual que su texto sea fruto de una residencia de escritura en la sala homónima barcelonesa- fue destacado representante. Lo cierto es que estas inquietudes filosóficas y vitales, y su plasmación en la escena, parecen vivir hoy un renacer, posiblemente fruto de las circunstancias históricas en que nos hayamos inmersos

Muchos son los matices reseñables de un texto y un montaje que nos han causado una honda impresión. Pero dejémoslo aquí. Lo que vimos ayer fue, en definitiva, un bellísimo puzle de sentimientos encontrados, de represiones, de anhelos, de temores, de dudas, maravillosamente enhebrados por la mano del autor y director, en un texto lleno de matices y alta densidad conceptual, de exquisito gusto, interpretado de forma no solo impecable, sino magistral, por un elenco de seis actores que nos cautivaron, divirtieron y emocionaron. Estamos convencidos de que nos hallamos ante uno de los montajes que se recordarán de esta recién estrenada temporada teatral, y seguirá hablándose de él durante bastante tiempo. La voluntad de creer permanecerá en la sala Max Aub de las Naves del Español hasta el 23 de octubre. Háganme caso. Háganse un favor y vayan a verlo.

José Luis González Subías


Fotografías 1, 2, 4, 5: Laia Nogueras
Fotografía 3: Coral Ortiz

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