"Es una lata el trabajar", una comedia musical llena de gratos momentos, para todos los públicos


Confieso que, en mi condición de teatrero empedernido, amante del teatro declamado o de verso, como se decía en otro tiempo, siempre miré con cierto recelo la comedia musical. Padecía, no del rechazo hacia el "furor filarmónico" manifestado por algunos grandes cultivadores y defensores de la escena hace doscientos años, como Bretón de los Herreros, sino de cierta estrechez de miras que me hacía desconfiar de todo lo que, subido a un escenario, no perteneciera a lo que mi juicio alcanzaba a entender como fruto del arte dramático. Quizá fuera el resultado de haber vivido siempre entre dos aguas, sintiéndome músico cuando hacía teatro y teatrero cuando cantaba, sin haber llegado a asumir mi condición bicéfala; algo, por fortuna, más que habitual hoy en nuestros escenarios. En cualquier caso, afirmo haber sanado de este infundado prejuicio -el teatro, sea lírico o dramático, es teatro-, y me confieso firme defensor de los espectáculos teatrales musicales, cuando son buenos (como cualquier otra clase de espectáculo); máxima que se ha cumplido hasta ahora en las obras de este género que he tenido la fortuna de ver y escuchar.  

Ayer tuve ocasión de volver a vivir un gran momento de teatro; un teatro sin duda alguna popular, en el mejor de los sentidos del término, en el que el público formó parte del espectáculo como mejor puede y sabe hacerlo: disfrutando, riendo, llorando incluso y cantando, en una ceremonia de vida que es la quintaesencia de la cultura y la comunión humana, sin necesidad de recurrir a Artaud o Grotowski, ni tan siquiera a Stanislavski. Teatro sin más, muy bien hecho, destinado a emocionar y hacer felices durante un par de horas a las gentes que han acudido a ese espectáculo con la pretensión de pasar una buena tarde, saliendo con el corazón henchido, los ojos brillantes y una sonrisa en los labios. A cambio de tal galardón, muchos pagarían -y lo hacen- porque existiera el teatro. La receta no es nueva, ya lo hacía Lope.

Es una lata el trabajar
, título que asustaría a algunos puristas de la escena, cuya intención no pretende llevar a engaño, es uno de estos productos musicales construidos ad hoc y destinados a tal fin. A partir de una idea original de Pallarés y Guillén, Jaime Pujol y Diego Braguinsky han construido y dirigido un texto sin grandes complejidades literarias y escénicas, ortodoxo en su estructura y diseño, destinado al lucimiento vocal e interpretativo de dos grandes artistas como son Gisela y Naím Thomas (si a alguien le queda alguna duda, vaya a verlos), a los que acompaña un elenco más que a la altura formado, junto a los citados, por José Montesinos, Ana Conca, Óscar Ramos, Pau Vercher y Mamen Mengó

La figura de Luis Aguilé -al que da vida post mortem José Montesinos- recorre toda una historia centrada en los esfuerzos de Andrea (Gisela) por mantener a flote la empresa de corbatas heredada de su padre fallecido, mientras su hermano Óscar (Óscar Ramos) pretende venderla, desconfiando de las posibilidades de un negocio a la quiebra y acuciado por sus deudas de juego. El conflicto de una historia de esfuerzo, que lo es también de amor, está servido; al igual que buena parte de la banda sonora de una comedia musical inspirada en las canciones de Luis Aguilé -de tan intensos y placenteros recuerdos para el público de respetable edad que nos hallábamos en la sala-, acompañadas de otros bellos temas musicales de gran calidad, compuestos para la ocasión por Víctor Lucas.

El diseño escenográfico de Josep Simon y Eduardo Díaz, así como el vestuario de Rafa Díaz Tevar o la iluminación diseñada por Pelegrí Duart cumplen asimismo con absoluta corrección su finalidad, arropando visualmente un espectáculo de calidad, sobresaliente en su resultado, que podrá seguir disfrutándose hasta el 4 de junio en el Teatro Reina Victoria de Madrid. Muy recomendable.

José Luis González Subías


Fotografías: Vicente A. Jiménez

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