La magia de El Brujo, en "Los dioses y Dios", un refrescante soplo de aire libre entre la realidad y el teatro


Hablar de un espectáculo de actor tan peculiar, exclusivo y popular a un tiempo como El Brujo, es tarea complicada si se pretende huir del tópico, y sumamente fácil por la sencillez escénica que caracteriza sus montajes y la impecable corrección de quien focaliza todo su arte en el espectáculo actoral en sí mismo, apoyado en un envidiable manejo de la voz, y un aparato gestual a su servicio, que otorgan al verbo toda su potencialidad y valor. 

Nada de cuanto dice en escena este maestro de la palabra es baladí
. Tras la cercanía y relajado discurso de este bululú de nuestro tiempo, como le gusta definirse, plagado de anécdotas, guiños al público -a quien se dirige permanentemente como interlocutor directo- y comentarios chistosos, entrelazados con un profundo conocimiento de la literatura clásica y la tradición juglaresca, asoma una realidad profunda que queda desenmascarada desde la ironía y una permanente sorna despojada por completo de acritud. Estos calificativos son aplicables a cualquiera de los espectáculos montados por Rafael Álvarez, quien nunca ha dejado de ser, desde hace décadas, ese solitario pícaro de Tormes que anda por los caminos aprendiendo de la vida y dejándonos retazos de ella, llenos de humanidad y crítica comprensión hacia sí mismo y los otros, su reflejo.

Y eso vuelve a hacer en Los dioses y Dios, un nuevo espectáculo que, tomando como anécdota el Anfitrión de Plauto, cuya compleja interpretación filosófica pretende explicar a su modo, elabora un complejo relato lleno de chispa y gracejo, en el que se reflexiona -entre tantas otras cosas- sobre la relación del hombre con Dios y los dioses, en un discurso donde las veras y las burlas son tan ciertas como el espacio escénico donde se encierran. Políticos, famosos, liberados sindicales, reyes y reinas conviven con Júpiter y Mercurio, la Caixa o el vecino de enfrente, en un permanente juego intelectual y escénico despojado de toda solemnidad, y marcadamente incorrecto, donde el chascarrillo y la broma miran de frente a la inevitable seriedad de la vida desde una aceptación humanista que constituye, ahora y siempre, un refrescante soplo de aire libre, que tanto se echa en falta en nuestra bien pensante sociedad.

Con su sola presencia en el escenario, Rafael Álvarez tiene la habilidad y la maestría para mantener, durante más de cien minutos, la atención de un público al que conduce, seduce y hechiza cual flautista de Hamelin, conduciéndolo, a través del humor, por un viaje imaginario para el que no se requiere más aparato escénico que una tela roja sobre el suelo, una adecuada iluminación y alguna leve proyección sobre el fondo, acompañado de un inseparable Javier Alejano -encargado de los efectos musicales que acompañan la acción-, con quien interactúa y "conversa" asimismo el personaje-actor creado por El Brujo.

Ver actuar a El Brujo es una experiencia que todo amante del teatro -y candidato a serlo- debe vivir. Una buena forma de hacerlo es acercarse al Teatro Bellas Artes para disfrutar de Los dioses y Dios, que permanecerá en escena hasta el 4 de febrero. Más que recomendable, imprescindible y necesario.

José Luis González Subías


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