El Teatro Valle-Inclán se viste de juventud y sonido con "Así hablábamos", de La Tristura


Un formato perfecto para ofrecer un espectáculo musical es el empleado por La Tristura en la obra que, con el título de Así hablábamos, se representa en el  Teatro Valle-Inclán desde el 7 de febrero. Itsaso Arana, Violeta Gil y Celso Giménez, fundadores de este colectivo de artes escénicas afincado en Madrid, son los creadores y directores de este singular montaje inspirado en la obsesión de la escritora Carmen Martín Gaite por la comunicación con el otro a través de la conversación. Conversaciones íntimas, sinceras, espontáneas, que nos humanizan al permitirnos mostrar nuestra debilidad y grandeza y hacernos partícipes de lo ajeno, cuya palabra nos hermana en una comunión perfecta que invita a cantar y bailar.

Algo así podría trascender de la historia dramatizada en este original espectáculo, cuyo principal aliciente es la música interpretada en directo por unos actores músicos llenos de talento y juventud, tanto en su faceta real como en su papel de componentes de un grupo musical de éxito, que vuelve a juntarse para grabar después de un año de alejamiento tras la muerte de Sofía, carismático miembro de la formación. Este entramado argumental, con el telón de fondo indicado de las palabras y el pensamiento de la escritora salmantina, da coherencia y cohesión a un montaje de indudable calidad artística, pero también muy arriesgado en su formato. Como teatro vanguardista y musical debemos juzgarlo, pues de otro modo podría dejarnos la extraña sensación de haber visto algo que nos parece muy bueno, pero sin finalidad temática o dramática concreta. La intencionalidad de los autores, manifestada en el programa que acompaña al espectáculo, esa búsqueda de un interlocutor que dé sentido a nuestra soledad, puede resultar excesivamente evanescente y sin consistencia, a falta de un conflicto dramático sólido que apunte a un verdadero fin. Es posible que sea eso lo que nos impidió conectar con un espectáculo que no pudimos dejar de contemplar con la distancia de quien escucha con placer a un excelente cantante o un concierto de rock, y se deleita con la habilidad de una fabulosa bailarina. Incluso cuando asistíamos a las conversaciones relajadas e íntimas, distendidas, de los personajes, y a su explosiva vitalidad juvenil, las observábamos con el pudor de quien se asoma a conversaciones ajenas, cuya sencillez y naturalidad nos transmitían -por su impresionante verdad- la sensación de hallarnos ante una pantalla de cine.

Confesamos hallarnos ante un producto nuevo, una nueva forma de entender la escena, con la que no terminamos de conectar o no llegamos a comprender. Es muy probable que la distancia generacional, a la que tantas veces se alude en el texto, tenga mucho que ver en esto. Un permanente halo de juventud, una atmósfera de poderosa fuerza vital y la maravillosa ingenuidad de quien no tiene otro referente para su imaginación que su propia capacidad de soñar, se desprende de un espectáculo fascinante y embriagador en muchos aspectos, pero cuyo lenguaje, tan reconocible en el hoy -un ahora que mira al futuro-, nos resulta cada vez más lejano a esos otros interlocutores a quienes, en sus diálogos -posiblemente sin ser conscientes de ello-, miran con cierto desdén y recelo los jóvenes veinteañeros que protagonizan la historia. Quizá sea esa la explicación: el interlocutor buscado -acaso sin pretenderlo- por los creadores de Así hablábamos es alguien de su misma generación, que comparte unos mismos códigos significativos, vitales y estéticos; un teatro protagonizado por jóvenes, dirigido a los jóvenes. Nada que objetar al respecto, más allá de lo dicho.

Por lo demás, solo podemos insistir en el cúmulo de talento que se vierte sobre un escenario que se muestra asimismo tan versátil y original como el conjunto del espectáculo. Las butacas de un patio transformado en el escenario mismo, con graderíos a ambos lados, y un largo pasillo escenario central que enlaza los dos puntos extremos de este -sala de grabación y espacio destinado al técnico de sonido-, entre los cuales se desarrolla la historia, ofrecen un diseño escenográfico sumamente original y efectivo, nacido de Marcos Morau. Importante papel juega asimismo la iluminación, a cargo de Juan Gómez-Cornejo; pero muy especialmente la parte musical de la pieza -brillante en su composición y ejecución, merecedora de premio-, obra de Rebeca Praga, Ede y Marcos Nadie, con la colaboración de los intérpretes. Estos últimos, que realizan un trabajo sobresaliente, admirable, junto con el conjunto del equipo artístico, nos parecieron lo mejor del espectáculo. Vayan por delante, y para concluir, sus nombres, dignos de los mayores elogios: Anaïs Doménech, Ede, Teresa Garzón Barla, Gonzalo Herrero, Fernando Jariego, Belén Martí Lluch, Eva Mir y Marcos Úbeda.

Así hablábamos, de La Tristura, es un montaje atrevido e innovador, fresco y con afán trascendente, lleno de matices y detalles de enorme valor artístico. Uno de los espectáculos de la temporada, que sin duda alguna merece la pena y es necesario ver. Todavía podrá hacerse, en el Teatro Valle-Inclán, hasta el 24 de marzo.

José Luis González Subías


Fotografías: Luz Soria

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