La incomprensible levedad del querer ser: Luigi Pirandello y "Los gigantes de la montaña"
Al igual que existe la presunción de inocencia -como la de culpabilidad, y tantas otras-, no hay duda de que existe la presunción de excelencia. Y eso es lo que nos sucede a ciertos amantes de las bellas letras y la alta cultura -utilizando una expresión hoy mal vista, por eso del sentido jerárquico inherente a esta- con ciertos autores canónicos, cuyas obras son reverenciadas como la quintaesencia del arte. No hay duda tampoco de que el autor italiano Luigi Pirandello (1867-1936) se encuentra entre estos; como tampoco la hay de que, de tan altas expectativas, a veces surge la expectativa frustrada, como diría Roman Jakobson.
Los gigantes de la montaña es la última de las obras de Pirandello, y también la culminación de una larga trayectoria como escritor -principalmente dramaturgo, aunque también destacado novelista-, que lo llevó a alcanzar el Premio Nobel de Literatura en 1934; si bien no llegó a completarla, habiendo dejado escritos tan solo sus dos primeros actos. En España no había vuelto a representarse desde su único montaje hasta hoy, en una versión de Enrique Llovet estrenada en el María Guerrero, bajo la dirección de Miguel Narros, en 1977. Casi cincuenta años después, la compañía AlmaViva Teatro, dirigida por César Barló, asume el reto -muy difícil reto- de dar vida al intrincado mundo representado por el creador de Seis personajes en busca de autor, en esta obra de corte eminentemente intelectual y contenido existencial, que ahonda en las reflexiones e inquietudes del escritor italiano por la esencia del ser.
Partiendo de su permanente preocupación, llevada a la escena, sobre la dimensión real de la existencia y la creencia de que estar vivo, a fin de cuentas, no es más que un acto de fe basado en la percepción y asunción que uno mismo tiene de estarlo, ligado por regla general a la creencia de haber sido creado o creído por otro (creer es crear) -lo que permite establecer, de facto, una identidad entre personaje y persona-, Pirandello ahonda en sus inquietudes y escribe un texto donde el deseo de ser es motor suficiente para existir, en un acto volitivo -de carácter mágico o divino- que permite ser lo que se quiera. Al igual que un actor puede ser -no interpretar, sino ser- cualquier personaje y darle vida -real, no fingida-, una marioneta puede estar tan viva como aquel, por el simple hecho de desearlo.
La complejidad intelectual alcanzada en esta obra, de un marcado sentido filosófico-existencial, siendo su mayor atractivo, es al mismo tiempo su mayor inconveniente para ser llevada a la escena. No basta con que el autor recurra de nuevo a la alta dosis de metateatralidad que caracteriza sus mejores obras, necesaria para adentrarse en su reflexión dramática sobre los límites de la realidad y la relación entre creación y existencia; la complejidad del abigarrado universo que Pirandello vierte en Los gigantes de la montaña, sus numerosos planos, espacios, personajes, conflictos e intenciones, la convierte en una obra de muy difícil representación y de mayor dificultad aún de comprensión. Y en nuestra opinión, valorando sus muchos aciertos, el montaje que nos ocupa ha sucumbido en su intento, superado por las dificultades señaladas y quizá un planteamiento escénico demasiado arriesgado, en el que prima el intento de epatar con excesivos estímulos sensoriales, incluido un ritmo algo alocado que genera cierta confusión en un discurso que requiere toda la atención para ser comprendido -más que sentido- intelectualmente. De hecho, cuando se reposa la acción en el acto segundo -aquel en el que el público se sienta en una disposición más cómoda, dentro de la Sala Jardiel Poncela, que le permite abarcar todo cuanto sucede en escena, entramos por primera -y única- vez en la magia teatral y empezamos a comprender algo de lo que sucede ante nuestros ojos; quedándose el extenso acto primero, junto con el acto añadido que sirve de cierre, bastante alejado de la atención y el interés del público -o, para ser más exactos, de quien les habla-.
Por cierto, acabamos de reparar en que no hemos dicho nada del argumento de la obra... No tiene importancia; el programa de mano lo explica con total claridad, así como las intenciones de su puesta en escena, por parte de su director, César Barló, que realiza un trabajo de gran calidad, lleno de aciertos -incluida la iluminación del espectáculo, de la que es asimismo responsable- y momentos brillantes; pero que, en nuestra opinión, resulta algo pretenciosa en su conjunto y no consigue lograr lo que es fundamental en todo espectáculo escénico: atrapar el interés del espectador, que, ante la incapacidad de entender lo que sucede frente a sus ojos, incluso escucharlo a veces con claridad, aturdido por tantos estímulos, puede llegar a "desconectar" y corre el riesgo de aburrirse en algún momento.
Por lo demás, gran trabajo de un equipo artístico solvente, encabezado por el propio Barló, que cuenta con Juan Sebastián Domínguez como encargado de la escenografía y el vestuario del montaje, y Sergio Bascuñana en el diseño del espacio sonoro. Especial relevancia tiene, en este espectáculo de dramaturgia colectiva, la intervención de los nueve intérpretes que conforman el reparto; un grupo compacto y muy cohesionado de actores y actrices que realizan un trabajo de gran nivel, cuyos nombres son cita obligada en estas líneas: Teresa Alonso, Juan Carlos Arráez, Samuel Blanco, Moisés Chic, David Ortega, José Gonçalo Pais, Javi Rodenas, Natalia Rodríguez y Paula Susavila.
Los gigantes de la montaña es uno de esos títulos que llaman la atención y provocan el interés de cualquier amante del teatro. Probablemente sea uno de los más apetecibles de esta temporada. Por nuestra parte, creemos haber dicho suficiente sobre esta producción que, desde el 21 de enero, se representa tanto en el recibidor del Teatro Fernán Gómez como en la Sala Jardiel Poncela, y se mantendrá en escena hasta el 23 de febrero. Vayan, concéntrense, comprendan y existan, si realmente lo desean.
José Luis González Subías
Fotografías: Bruno Rascão
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