"Roland mon amour" o el traje de un emperador desnudo que se cree bien vestido
A veces va uno al teatro y se le queda cara de tonto. Tonto por pagar a precio de liebre lo que, a poco de hincarle el diente, se sabe gato; tonto por aceptar impasible los insultos y desprecios que se le lanzan en ocasiones desde el escenario, solo por el hecho de ser un buen burgués que alquila una butaca en la platea -o donde pueda- con el deseo de pasar un buen rato; tonto por perder el tiempo; y tonto por tener un elevado concepto de la educación que le impide levantarse de su asiento en mitad del espectáculo y abandonar esa burda farsa -en el peor de los sentidos-. A veces uno se pregunta si lo que está viendo sobre un escenario es una tomadura de pelo o quienes lo llevan a cabo realmente creen estar haciendo algo serio. Sería preferible la primera opción, pues tendría incluso un poco de ingenio.
Hace más de doscientos años, Moratín se preguntaba -por boca de don Pedro-, en La Comedia nueva o El café, si para escribir teatro no había más "sino meterse a escribir, a salga lo que salga, y en ocho días zurcir un embrollo". ¿Por qué había de ser bueno ese engendro?, le preguntaba al ingenuo don Eleuterio, autor de ese fiasco de comedia nueva. Y apenas unas décadas después, Mariano José de Larra ridiculizaba a un aspirante a actor, que pretendía serlo sin conocimiento alguno de la elevada formación que hay que tener para ello. Posiblemente no haya habido época en la que los profesionales de la escena estén mejor preparados -al menos en un cierto tipo de capacidades- que ahora; pero si hay algo que no ha cambiado desde que existe la civilización es el conocimiento que otorga la experiencia. Para la adquisición de este conocimiento es necesario un ingrediente que resulta imposible adquirir cuando se es joven, y sin embargo es cuando más se tiene: tiempo. Y en una época en que la juventud se ha convertido en un valor en sí misma, ocupando el lugar que otrora ostentó la madurez, por desgracia el teatro se ha "contaminado" de esta misma tendencia. La soberbia del que cree saberlo todo cuando no ha hecho más que iniciar su camino, del que cree innovar y ser original, epatante -qué viejo suena ahora aquello de épater le bourgeois-, sin conocer lo mucho que ha habido antes de él, se enfrenta a la humildad de quien solo sabe que no sabe nada; quizá la actitud fundamental para llegar a hacer algo realmente bueno en la vida.
Quienes han seguido esta última bambalina, que inició su andadura hace ya casi ocho años, saben que pocas veces ha alzado la voz críticamente contra el trabajo ajeno, prefiriendo analizar y valorar los aciertos de unas obras y montajes que normalmente siempre tienen algo o mucho bueno que ofrecer. En caso de no ser así, ha preferido callar y dejar correr el aire. Solo hemos sido algo más críticos y punzantes cuando estos productos han sido sufragados con el erario público, y han contado, por tanto, con unos medios imposibles para los espectáculos que se mueven por las salas off de la capital y fuera de ella. En estos casos, la elección de unas obras y unos autores frente a otros implica un alto grado de responsabilidad por parte de quien programa. Las razones de esta selección responderá al criterio de quien tenga en sus manos el poder de llevarla a cabo. Bien está; dejémoslo ahí. Ahora bien; que una sala pública esté casi vacía (no es la primera vez que asistimos a tan lastimoso espectáculo) es algo que los amantes del teatro no podemos aceptar ni el teatro se puede permitir, cuando tantas personas sueñan ahora mismo con presentar sus trabajos sobre un escenario. Espectáculos tan bochornosos como el que vimos ayer no pueden más que alejar al público -el verdadero público, ese que paga por ir a ver teatro- de las salas.
Pero intentemos -sin entrar en detalles sobre un contenido que ni existe ni se le aguarda, más allá de cuatro topicazos de un anarco-activismo-ecológico-social-beligerante-destroyer, vestido de Aviador Dro y espíritu de Siniestro total- analizar la obra que ha provocado esta ya larga reflexión, que espera no haber cansado al que haya llegado hasta aquí. Con el título de Roland mon amour, la artista gallega -así se autocalifica en la obra- Cris Balboa, en coproducción con el CDN y el Centro Dramático Galego, presentó el 21 de marzo, en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero, una suerte de performance histriónica de carácter autoficcional, en la que la autora, directora e intérprete exclusiva del espectáculo, vuelca sobre este, micrófono en mano y en forma de actuación en vivo con formato de Un pingüino en mi ascensor -sin pingüino, sin gracia alguna y con infinitamente menos talento musical- un cúmulo de vivencias, anhelos y proclamas personales, en la línea de ese teatro tan de hoy, que algunos programadores se empecinan en hacernos tragar como si fuera el maná que viene a salvar al teatro de su casposo primitivismo. Lo que viene siendo una exhibición en público de un yo atormentado que no ha sabido encontrar su sitio en el mundo y desea compartir sus frustraciones, utilizando para ello la provocación, la chabacanería, lo soez y el mal gusto, vestido de hortera. Terapia de choque, o el poder mesiánico de la escena, que lo acepta todo.
No debería escandalizarnos ni sorprendernos, pues la propia autora y directora expresa sus intenciones al afirmar su deseo de "huir de cierta teatralidad en favor del estar presente", y de trascender "lo textual y la acción dramática". Y, en efecto, lo consigue: en su espectáculo, cuya dramaturgia (¿?) ha sido firmada por Alberto Cortés junto con Balboa, no hay acción dramática alguna, como tampoco hay personajes, ni conflicto escénico, y el texto es... de escaso valor literario, por decirlo con delicadeza. Es cierto que también afirma que su objetivo principal es que la audiencia "no se duerma"; lo cual no sucedió, debemos señalar, a causa del mérito de lo representado, sino por férrea voluntad propia de no cerrar los ojos, por respeto. Por lo que respecta al espacio escénico, cuyo centro lo ocupa ese sintetizador Roland que acompaña a la actriz y comparte con ella protagonismo, este nos traslada al escenario de aquellas discotecas ochenteras donde las luces de neón -en este caso estroboscópicas, que es lo que se lleva- lo inundaban todo, con un persistente tono rosa pastel que la intérprete luce también en su psicodélico atuendo, diseñado por Gloria Trenado.
Pensándolo un poco, tampoco deberíamos sorprendernos de que el espectáculo no nos dijera nada; en realidad, tampoco iba dirigido a nosotros -lo cual viene a establecer una segregación poco aconsejable, no solo para el arte de la escena-, pues, en el programa de mano, la autora afirma querer "compartir con vosotras", "que estemos juntas en esto" y "todas lo disfrutéis"; lo cual, no hay duda, nos dejaba fuera de la fiesta, sea cual sea fuera esta.
En fin, y para concluir, de la citada experiencia hemos obtenido una importante lección, que aconsejamos seguir: es importante leer los programas o la información sobre lo que se va a ver, antes de acudir a un espectáculo. Dicho lo cual, si alguno de nuestros lectores se siente llamado a vivirla, todavía está a tiempo; Roland mon amour permanecerá en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero, hasta el 20 de abril. Disfruten del resto de la Semana Santa.
José Luis González Subías
Fotografías: Bárbara Sánchez Palomero
José Luis, haces una magnífica labor con este blog. Es fundamental para un potencial espectador, leer las críticas de los expertos, para filtrar antes de acercarse a la taquilla. Gracias.
ResponderEliminarEl problema es que con nuestros impuestos se financie este tipo de espectáculos, que como bien dices, lo único que consigue es alejar a los aficionados de las salas de
Gracias, Jesús. Sabes que prefiero escribir otro tipo de críticas, pero a veces es necesario decir en voz alta lo que todos (dejémoslo en muchos) piensan. Vivimos el viejo cuento de "El traje del emperador".
EliminarGracias por estas cosas. Por tanto.
ResponderEliminarQué tristeza, José Luis!!! Dirigir un teatro público con el dinero de los impuestos es tarea complicada. A veces se acierta y a veces no. Pero no creo que haya voluntad de equivocarse. En fin, una pena. Pero Sanzol, al que no debo nada, intenta descubrirnos un teatro diferente. El público sabe cuando no ir al teatro.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo, mi anónimo interlocutor. En todo. ¡Cómo puede haber voluntad de equivocarse! A Sanzol (que no he mencionado) lo aprecio y respeto mucho (es más, me encantan sus trabajos), y coincido en su intención de mostrar un teatro diferente, que he aplaudido muchas veces. Respecto al público, también coincidimos. ¿Cuál es el motivo de la pena entonces?
EliminarQuerido José Luis: Te felicito por tu honestidad (decir lo que piensas teniendo elementos de juicio para hacerlo), porque encierra dificultad en una sociedad en donde lo fácil es callar y mirar al tendido. Gracias por resaltar valores a través de la crítica. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, José. No es fácil esto de la crítica; si elogias, eres maravilloso y muestras un juicio muy atinado; pero si señalas defectos y muestras opiniones contrarias a lo que se espera oír o leer, eres un mero opinador sin entrañas. A veces se olvida que el crítico, al igual que el artista que muestra su trabajo ante el público, también está expuesto, y sufre el ataque, el desprecio o la enemistad de otros cuando no aplaude todo lo que ve (a veces, si aplaude, también). Lo que algunos buscan en realidad no son críticos, sino voceros publicistas de sus trabajos (publicidad que creen pagada con regalarte una entrada; del mismo modo que se espera la reseña elogiosa de un libro cuando se regala). En fin. Gracias por tu apoyo, amigo. Un fuerte abrazo.
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