Luis Martín-Santos propone un "Viaje hasta el límite", rescatado por Eduardo Vasco, para descubrir la verdad que se oculta tras nuestros actos
Luis Martín-Santos es un icono y referente para cualquier amante y conocedor de la literatura española contemporánea. Si bien un fatal accidente sesgó su vida de forma excesivamente prematura, cuando aún se esperaba todo de él como escritor, en pocos años, y con una obra que podemos juzgar escasa en cantidad, pero cuya calidad, plasmada en la inmortal novela Tiempo de silencio (1962), es incuestionable, su nombre alcanzó un puesto de relevancia entre los más granados literatos de su generación.
Autor de estudios y ensayos que abordan directamente el campo de la psiquiatría -en el que se doctoró y ejerció profesionalmente-, o relacionados con esta, Martín-Santos cultivó asimismo la poesía y la narrativa -especialmente este último género-; pero se ignoraba, hasta un reciente descubrimiento que nos revela una interesantísima faceta del escritor, que el autor hubiera sentido interés por la literatura dramática. El hallazgo casual de algunos textos teatrales salidos de su mano, y el conocimiento por parte de Eduardo Vasco de su futura edición, hizo que el director del Teatro Español se interesara en su lectura y decidiera rescatar para la escena este Viaje hasta el límite que desde el pasado 3 de mayo se representa en el teatro de la Plaza de Santa Ana.
La obra, fechada en 1953, se inserta en la dramaturgia realista de su tiempo y guarda no poca conexión con la literatura dramática norteamericana cultivada por O'Neill, Miller o Tennesse Williams, por la intensa indagación psicológica en los impulsos y la conducta de los personajes, y el interés por profundizar en las zonas más ocultas de las pasiones y motivaciones humanas, en entornos realistas que a veces se tornan asfixiantes. No hay duda de que los personajes construidos por Martín-Santos en la obra que nos ocupa presentan rasgos que rozan lo patológico (la influencia de su faceta como psiquiatra es evidente en la elaboración del texto). No solo ese personaje impedido, Pedro (Ernesto Arias), cuya enfermedad física esconde otra peor, de alcance psicológico: la de la duda y la desconfianza hacia su mujer, al no saber si se casó con él por amor o por su dinero, y el desprecio que se tiene a sí mismo por una parálisis que le hace sentir medio hombre, proyectado en una desesperante y permanente irritabilidad. Los restantes personajes encierran tras sus actos una compleja psicología, ligada al interés, el complejo de inferioridad, el deseo de supervivencia, la necesidad de aceptación, o incluso de amar y ser amado: Gloria (Lara Grube), la esposa que trata de superar su infelicidad y dolor ocupando su tiempo en gastar y comprar aquello que no necesita, incapaz de enfrentarse al sufrimiento de su marido; Alberto (Luis Espacio), su hijo, apocado e impedido moralmente frente al poder que ejerce sobre él un padre hosco y displicente; el Intruso (Agus Ruiz), único personaje sin nombre, superviviente y buscador de fortuna, que irrumpe en la vida familiar para romper la tensa calma de unas vidas marcadas por el dolor y la insinceridad; y María (Eva Trancón), la fiel criada, la única que muestra un hondo cariño por el señor de la casa, a quien sirve más allá del deber profesional.
Hijo de su tiempo, el texto de Luis Martín-Santos conecta no solo con las inquietudes de quien ejercía la profesión psiquiátrica, sino con un tipo de teatro habitual en la España de mediados del siglo pasado, en el que al realismo de los ambientes y los personajes se añade un lenguaje absolutamente literario donde, con el barniz de un diseño burgués, se plantean situaciones y conflictos de hondo calado humano, ligados a temas tan trascendentales como la búsqueda de la verdad, la incomunicación, el amor, la fidelidad y la familia; planteados desde una perspectiva que encierra un mensaje, una tesis, que puede ser hoy visto como propio de otro tiempo, pero -sin descartar aún su vigencia- revelador, en cualquier caso, de unos conflictos de absoluto interés hace setenta años, propios del tiempo y la época en que se escribieron, como corresponde a cualquier texto clásico -esto es, antiguo- de nuestra tradición y nuestro pasado. Y este es uno de los grandes aciertos de la versión y el montaje que Eduardo Vasco ha llevado al escenario: su absoluto respeto al sentido y la intención del autor que engendró la obra.
Asoman a su vez en esta muy interesante y atractiva puesta en escena ecos de una literatura de corte existencial, cercana al universo de Camus, Sartre o Genet; especialmente a partir del momento álgido del conflicto, cuando Pedro y María abandonan la casa, como culminación de la singular y drástica decisión -con visos de experimento o prueba- tomada por aquel, que disloca el tono realista de la acción y da paso a algunos momentos propios de un expresionismo valleinclanesco, especialmente reconocible en la imagen de Pedro en su silla, sujetando la maleta, y esa María desatada en un comportamiento histriónico, cuando ambos se dirigen quijotescamente al frío y la oscuridad de la noche. Contribuye a romper ese realismo -que no deja de reconocerse y mantenerse, sin embargo- el ingenioso tratamiento de la escenografía diseñada por Carolina González, capaz de recrear la modernidad de la acomodada vivienda donde se desarrolla el grueso de la historia, y recrear, gracias a la adaptabilidad de sus paredes movibles y la estilizada sugerencia de sus formas, los más variados espacios.
Muy acertado asimismo el vestuario de época diseñado por Lorenzo Caprile, al igual que la música y la ambientación sonora, a cargo del propio Eduardo Vasco; o la iluminación de Miguel Ángel Camacho, que nos sumerge, con su oscuridad y penumbra, en el universo intimista y profundo, casi claustrofóbico, que desprende la obra.
Excelente el trabajo realizado por los seis intérpretes que componen el reparto, encabezados por un Ernesto Arias que borda su personaje (sentado en una silla de ruedas); como lo hacen a su vez Lara Grube, Agus Ruiz, Luis Espacio y Eva Trancón, en sus respectivos papeles; e Iván López-Ortega, encargado de tocar al piano las notas que marcan el ritmo de la acción, y deambula por la escena sin alteración alguna del realismo indicado, dotándolo de una sugerente modernidad.
Es en fin, para concluir, este Viaje hasta el límite de Luis Martín-Santos, una oportuna y muy acertada propuesta teatral, de gran calidad y validez artística, más que apropiada para el espacio donde se ha estrenado y se representa. Una valiente apuesta por un texto desconocido, de un autor digno de ser recordado, que sirve asimismo para volver la mirada a un tiempo y un tipo de teatro que debemos conservar y por el que conviene seguir apostando. La mejor forma de comprobarlo es acercarse al Teatro Español, donde Viaje hasta el límite permanecerá hasta el próximo 8 de junio. Una obra absolutamente recomendable, que conviene ver.
José Luis González Subías
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