Juventud o muerte, la tragedia personal -con guiños cómicos- planteada por Alma Vidal en "El dios de la juventud"


Hace tiempo que observo el abismo o distancia generacional en todo cuanto me rodea. No sé con exactitud en qué momento comencé a sentir que ya no pertenecía a ese grupo social, humano, que mira a su alrededor con la certeza de que se halla en su sitio, en su tiempo, lanzando sobre los otros cierta mirada de condescendiente superioridad. Una superioridad biológica que nada tiene que ver con el conocimiento otorgado por la acumulación de tiempo, traducida en experiencia; moneda de escaso valor en una época en que la juventud, convertida en un auténtico dios al que se adora y rinde culto -"juventud divino tesoro"... nunca se había tomado tan en serio la metáfora rubeniana-, se pavonea con orgullo; pero también con desprecio y rencor a esa gran masa social envejecida, que siente como una amenaza y cruel recordatorio -esto solo a partir de cierta edad- de un destino al que se dirige y del que inútilmente trata de huir.

Mucho tiene que ver con estas reflexiones la obra que desde el pasado 2 de julio se representa en el Teatro Pavón. Con el sugerente título de El dios de la juventud, la madrileña Alma Vidal, cuya juventud no le ha impedido alcanzar una solvente experiencia como dramaturga, directora y productora en pocos años, ha escrito y dirigido un texto que trata de ahondar en ese difícil salto que supone enfrentarse a la vida adulta, haciendo de su obra un grito generacional en el que asoman muchos de los traumas y angustias -también libertades, deseos, sueños y explosiones de vida- que hacen de la juventud ese "divino tesoro" no siempre valorado ni controlable.

Arropada por una producción a la que no le ha faltado de nada, con la asesoría artística de Yayo Cáceres y un gran equipo en el que  Iván López-Ortega asume la escenografía y la iluminación, Marc Servera se ocupa de la música y el espacio sonoro, Paula Flanch del trabajo coreográfico, y la propia Alma Vidal del diseño de vestuario, lo más destacable de este espectáculo -sin menoscabo del resto- es el excelente trabajo realizado por los cuatro inmensos actores que conforman el elenco: Marta Poveda, Antonio Hernández Fimia, Natalia Llorente y Nacho Almeida. Cuatro actores con registros muy diferentes, cuyas notas y timbres encajan a la perfección, ofreciendo una sinfonía interpretativa, con numerosos matices y grandes momentos de alta intensidad emotiva e intelectual. Matices y momentos que comparten protagonismo con un texto que ofrece asimismo brillantes escenas, de gran profundidad; plasmado visualmente por la autora en un gran trabajo de dirección, que ordena y traza rítmicamente, con enormes aciertos, una acción cuya complejidad textual torna, sin embargo, confusa la historia presentada en escena.

Este es el principal inconveniente que encuentro en El dios de la juventud. Hay un sello de época, un diseño estructural, un tipo de dramaturgia muy extendida en los últimos años, que muestra con excesiva nitidez las lecciones aprendidas en la escuela de hacer teatro. Todo cuanto se ha aprendido en el corto recorrido de unos pocos años parece querer incluirse en algunas obras, como hacen esos buenos alumnos que desean decirlo todo para demostrar lo mucho que han estudiado y saben. Todo dramaturgo que se precie y desee estar a la "última" debe incluir su dosis de autoficcionalidad -el yo explícito ha sustituido al yo inherente en la literatura dramática-, los convenientes juegos metaficcionales que creen diferentes planos de realidad y ficción, de interrelación entre la actuación y la verdad; el personaje narrador que cuenta, aclara, explica al público cuanto el autor cree que necesita ser explicado y aclarado; el obligado baile en mitad de la función -venga o no al caso- para alegrar al espectador, dar aire y variedad a la función y cambiar el ritmo; y, cómo no, un micrófono para remarcar o distinguir algún momento concreto de la pieza o, simplemente, como tributo a nuestra juvenil modernidad. En fin, ese collage posmoderno, esa estética, a la que algunos autores siguen apegados -repito, es marca de época-, y que, en mi opinión, resulta ya cansina y caduca. Paradójicamente, se ha vuelto vieja.

Dicho esto, poco más resta añadir. Tal mixtura de variopintos elementos, que aúnan escenas de gran valor, interpretaciones excelentes, momentos de alta intensidad dramática y trágica, con situaciones grotescamente bufas, humorísticas incluso, una escenografía llena de imaginación e ingenio -magnífico el uso de ese raíl que atraviesa la escena y permite desplazar por él distintos decorados, especialmente ese vagón de tren que tanta importancia tiene en la obra-, junto con una dirección impecable, dejan una sensación sin embargo de extraña perplejidad ante una historia que resulta, en conjunto, confusa. Quizá excesivamente recargada en su planteamiento textual. Puede ocurrir, en cualquier caso -es lo más probable-, que quien les habla no se haya enterado de nada, por su propia incapacidad y por hallarse -acaso por desgracia para él- en esa etapa en que la juventud solo acompaña como una tozuda sombra del pasado, muy lejos de unos códigos dramatúrgicos que le resultan ajenos.

¡Qué mejor estímulo para ir a ver -sobre todo si se es joven o se está a punto de dejar de serlo- esta, por otra parte, muy interesante obra de Alma Vidal, que permanecerá en el Teatro Pavón hasta el 10 de agosto! El dios de la juventud les espera para decirles algo. No dejen de escucharlo.

José Luis González Subías


Fotografías: Jesús Romero de Luque

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