"Los yugoslavos", una nueva vuelta de tuerca a los grandes temas y obsesiones que vertebran la obra de Juan Mayorga


A punto ya de despedirse del Teatro de La Abadía, donde ha permanecido más de seis semanas tras su estreno el ya lejano 22 de mayo, hemos estado a tiempo de ver y paladear Los yugoslavos, la nueva propuesta teatral de Juan Mayorga, sobre la que tanto se ha escrito a estas alturas.

El propio Mayorga describe su texto, en el programa de mano, como "un cuento sobre el amor, sobre el poder de la palabra, sobre el poder del silencio, sobre la búsqueda de un sitio donde vivir y sobre lugares que ya no existen, pero siguen arrojando sombra". La belleza y poeticidad de esta afirmación se hace visible en una obra donde el amor -un amor distanciado, tenso, no comunicado y conflictivo-, la palabra -la permanente obsesión por la necesidad, pero también su insuficiencia-, el silencio -manifestado físicamente en el personaje de Ángela- y la búsqueda de algo que no acertamos realmente a adivinar -materializado simbólicamente en esos mapas que forman parte del bagaje literario y escénico del autor- y lugares inexistentes, son los protagonistas de esta nueva indagación filosófico-dramática del creador madrileño, que vuelve a conducirnos al universo críptico, laberíntico, confuso y absolutamente personal -sin perder por ello una intención universalizadora- a que nos tiene acostumbrados en la última etapa de su producción teatral. La obsesión por la palabra y el silencio en Juan Mayorga, que adquiere un carácter mistérico, e intriga por la propia complejidad del conflicto abordado -¿contra quién o contra qué?-, hacen de la incomunicación el verdadero tema de la obra mayorguiana. 

Tanto el intento imposible de la comunicación humana como la búsqueda de algo inasible nos hablan de una insatisfacción y el anhelo de algo difícil de explicar, la búsqueda de la verdad, del conocimiento, del yo -algunos de los grandes temas de la filosofía-, que caracterizan un teatro de corte intelectual y filosófico que lleva en sí mismo, por su propia naturaleza, sus inherentes limitaciones como producto dramático. El lenguaje teatral tiene sus necesidades y mecanismos. Salirse de ellos, absolutamente necesario para la evolución y aireamiento del género, tiene sus riesgos; y si bien estos pueden conducirnos en ocasiones a brillantes y efectivos hallazgos, otras veces pueden llevarnos a caminos sin dirección alguna; o, lo que es más grave, sin efectividad, pues la peor de las incomunicaciones, en teatro, es la que se establece -en realidad, no se establece- con el público.

Valgan estas reflexiones para presentar la obra que nos ocupa, Los yugoslavos; título tan misterioso como el marco y el desarrollo de una pieza cuyo tono, tipo de personajes y relación entre ellos, así como sus diálogos, invitan a adentrarse en una suerte de thriller dramático que, creemos, habría dado muy buen resultado. Lo desconcertante de la situación que se establece entre Martín (Javier Gutiérrez) y Gerardo (Luis Bermejo), propiciada por aquel, y su sorprendente petición; el extraño y desasosegante mutismo de su esposa, Ángela (Natalia Hernández), cargado de desesperación; y la distante relación entre Cris (Alba Planas) y su padre, un Gerardo que ve de un modo muy distinto al hombre a quien Martín ha pedido ayuda y en quien ha puesto toda su confianza. La trama podría haber tomado caminos diversos, pero siendo la palabra, la búsqueda, quizá el amor, y ese silencio que mencionábamos los principales sostenes de la pieza, al cabo la historia comenzará a diluirse en una suerte de divagaciones verbales -seguramente muy justificadas y medidas- y de silencios cuyo interés, por repetidos y sin solución alguna, comienza a decaer.

Esa es en nuestra opinión la principal tacha -si acaso lo es- que puede ponerse a una obra que vuelve a poner de relieve la enorme valía intelectual y literaria de Juan Mayorga, así como su capacidad como director. Desde el punto de vista del montaje, este es impecable; como lo son asimismo la excelente escenografía y el vestuario diseñados por Elisa Sanz, que conjuga el realismo con el juego de varios espacios paralelos y el uso de diferentes planos de altura que aportan un mayor dinamismo y amplitud a la escena; la iluminación de Juan Gómez-Cornejo, que, como ya hiciera en La colección, consigue recrear un intimismo inquietante gracias a la acertada dosificación del oscuro y la penumbra; así como la música y el espacio sonoro creados por Jaume Manresa. Por lo que respecta al reparto, este lo encabeza una pareja cuya química y buen entendimiento en escena pudimos comprobar hace un año, en el mismo escenario, con El traje de Cavestany. Luis Bermejo y Javier Gutiérrez están esplendidos en sus respectivos papeles; como lo están asimismo Natalia Hernández, en un papel que la obliga a volcar toda su expresividad en el rostro y el gesto durante la mayor parte de la obra, y una joven Alba Planas que cumple con solvencia su cometido.   

Mucho ha dado que hablar Los yugoslavos, quizá por lo mucho que se le exige también a quien hace tiempo ganó con méritos sobrados el honor de adentrarse en el parnaso de los más grandes dramaturgos españoles de los últimos treinta años. De haber sido escrita por un nombre desconocido, quizá se estuviera hablando ahora del descubrimiento de un nuevo talento, con un brillante futuro; pero a Mayorga se le exige siempre la perfección, lo cual es absolutamente imposible (y poco recomendable), siendo preferible buscar y alcanzar, cuando se puede, la excelencia; algo que, no tenemos la menor duda, caracteriza la dramaturgia y los montajes del escritor madrileño. Los yugoslavos, que hoy, 6 de julio, se despide del Teatro de La Abadía, es, a nuestros ojos, una gran obra, y, a pesar de las reticencias apuntadas, uno de los montajes más serios e interesantes que hemos presenciado en esta temporada ya concluida.

José Luis González Subías


Fotografías: Javier Mantrana

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