Anabel Alonso da vida a la palabra de Simone de Beauvoir, en "La mujer rota", un trabajo dirigido por Heidi Steinhardt
Quienes me conocen y me han leído saben que muchas veces me he confesado poco adepto a las adaptaciones teatrales de obras literarias nacidas con otros fines -para ser más concreto, no escritas para ser representadas, sino leídas-; tampoco muy amigo de los monólogos, salvo que estos formen parte de una pieza más amplia -en cuyo caso me resultan fascinantes- o se utilicen en piezas de corta extensión. Vamos, lo que en otro tiempo se llamaron "escenas unipersonales".
Dicho esto; reconozco haber presenciado adaptaciones escénicas de novelas, diarios, obras poéticas, biografías... cuyos resultados, gracias a la habilidad de un buen dramaturgo encargado de tal traslación genérica o de un acertado director -preferiblemente ambas cosas-, han sido espectacularmente buenos. Otras veces, por el contrario, la dificultad de hablar en un código que no es el propio ni adecuado para una determinada obra artística ha dado como resultado productos escénicos insufribles para el espectador.
No digo que sea este el caso de la obra que hoy nos ocupa, La mujer rota, adaptación de la célebre novela de la intelectual y activista francesa Simone de Beauvoir, que constituye un compendio del existencialismo filosófico profesado por la autora y su beligerante defensa de un feminismo del que fuera abanderada en su tiempo. Sin una firma explícita de la autora de la adaptación en el programa que manejamos, asumimos -en realidad lo sabemos- que esta se debe a la directora de la puesta en escena, la dramaturga argentina Heidi Steinhardt.
El planteamiento de este montaje centra la atención en el único personaje que protagoniza la historia -compendio de las mujeres que intervienen en los tres relatos que componen la novela, publicada por primera vez en 1967-: Murielle, una mujer de más que mediana edad, que, apartada de la vida y el contacto social, familiar y humano, debe soportar el mundanal ruido que estalla en sus oídos durante una noche de tumultuosa celebración colectiva a su alrededor. La imposibilidad de conciliar el sueño lanza a esta a un estado de insomnio febril que la convierte en una fiera encerrada dentro de los límites de su apartamento, cuyo odio vuelca a un mundo exterior perceptible a través de la ventana y tras las paredes y el techo. Su desesperación vital, su soledad, sus traumas y frustraciones, sus rencores y sus lamentos, lanzados contra el mundo, son dardos en realidad contra sí misma, que ofrece una imagen de patética desolación. Su sufrimiento, lanzado como un grito de rebeldía, es a la vez una angustiosa petición de ayuda y una súplica -quizá el momento más impactante y emotivo de la pieza-, la cual encierra un profundo mensaje que otorga a la pieza su dimensión trascendental: "¡Dios mío, haz que existas!"; me lo debes...
Anabel Alonso, exclusiva intérprete de una obra de tal complejidad -en realidad un extenso monólogo interior compartido con el público- y extensión -nada menos que noventa minutos-, vuelca sobre el escenario todo su conocimiento y capacidad escénica, para dar vida a un sufriente personaje que en realidad es una amalgama -algo confusa, en mi opinión- de varios. El exceso de verbalismo sin un fin concreto, la falta de una verdadera acción que sostenga el escaso movimiento del personaje, pone en verdaderos aprietos a la actriz, que realiza un trabajo agotador y alcanza momentos brillantes; si bien otros muchos se pierden en un maremágnum de palabras, escenas concatenadas -a veces cogidas con hilos- y precipitado movimiento sin finalidad alguna. Es lástima que la enorme capacidad y el esfuerzo desplegados por tan eminente actriz no encuentre el soporte necesario en una adaptación teatral que consideramos, en bastantes aspectos, fallida. En nuestra opinión, la dirección no ha sabido encontrar el tono ni el ritmo adecuados a un texto de tal complejidad, cuyo personaje central no llega a estar del todo bien dibujado -quizá por la artificiosa mezcla de varios en el mismo-.
Tampoco nos parece que en esta ocasión hayan sido suficientemente aprovechados otros recursos técnicos y artísticos que podrían haber agilizado o dado otro "aire" a la acción. La iluminación de Rodrigo Ortega, aunque sutilmente graduada y utilizada para crear diferentes ambientes, se queda excesivamente plana y ofrece poco juego escénico; hasta la escenografía diseñada por Alessio Meloni se nos queda algo acartonada y poco expresiva; y el sonido diseñado por Mariano Marín, efectivo cuando aparece, es apenas empleado.
En conclusión; no nos parece La mujer rota una obra que pueda atraer al público en general, salvo por la crudeza y seriedad de su contenido y el atractivo de ver a Anabel Alonso en un trabajo de enorme dificultad, reservado para grandes actrices. Un trabajo que el público aplaudió con entusiasmo -merecidamente-, puesto en pie, al concluir la función. La mejor forma de contrastar esta opinión y, en cualquier caso, disfrutar y aplaudir los méritos de esta producción teatral es acercarse al Teatro Infanta Isabel, donde La mujer rota permanecerá hasta el 16 de noviembre.
José Luis González Subías
Comentarios
Publicar un comentario