El silencio grita a voces en el Teatro de la Abadía


Era un tiempo de silencio, un tiempo hecho para la supervivencia en ciudades opacas donde el sol no era más que utopía borrosa ensombrecida por el bochornoso espectáculo de la concupiscencia encamada con el hambre, y los bajos fondos afirmaban su existencia infiltrándose en los poros de una sociedad que, desde una hipócrita confortabilidad moral, aún reconocía el hedor de la sangre y de la muerte...

Quizá podrían servir estas palabras para describir la sensación que transmite la puesta en escena de un Tiempo de silencio que ayer se despidió del Teatro de la Abadía, tras su reposición el pasado 28 de marzo en el mismo escenario donde esta importante versión escénica de la célebre novela de Luis Martín-Santos se estrenó hará casi un año. La excelente adaptación teatral compuesta por el escritor y director austriaco Eberhard Petschinka, quien ya había colaborado en anteriores ocasiones como dramaturgo con Rafael Sánchez, director encargado de dar vida a este proyecto del Teatro de la Abadía, ya ha recibido todos los parabienes imaginables, tanto en su presentación como en este reestreno que ha contado con la mayor parte del elenco con que se presentó en 2018 y mantiene intacta la calidad de un montaje verdaderamente intachable, así que poco podremos añadir para engrosar su prez, sino confirmar los merecidos elogios ya tributados.

En cualquier caso, y aun ausente ya de la cartelera, La última bambalina no podía excusar unas palabras para un espectáculo teatral que puede servir como modelo de adaptación de un texto narrativo a la escena, práctica extendida en nuestros días con muy notables resultados (véase nuestras reseñas dedicadas en esta temporada a Moby Dick o El idiota). En las dos horas aproximadas que dura la representación de Tiempo de silencio, Petschinka ha sido capaz de reproducir dramatúrgicamente el hilo argumental básico del texto de Martín-Santos, del que un inspirado Rafael Sánchez ha sabido extraer todas sus posibilidades escénicas: la necesidad del joven investigador médico don Pedro (Sergio Adillo) de una cepa específica de ratones traídos de América para avanzar con sus investigaciones sobre el cáncer le conduce a los bajos fondos para comprar ejemplares de esta, criados en su chabola por el Muecas (Markos Marín), un familiar de su ayudante Amador (Roberto Mori) que, tiempo atrás, se hizo con algunos ejemplares gracias a este. Por otra parte, en la pensión donde se aloja el doctor, la Matriarca (Marina Andina) y su hija Dora (Lidia Otón) pretenden engatusarlo con la menor de la familia, Dorita (Silvia Acosta), a quien pretenden casar para obtener un ventajoso acomodo económico. La intervención de don Pedro, a instancias del Muecas, intentando salvar la vida de su hija Florita (Silvia Acosta) mientras se desangra en mitad de un aborto, hace que la policía lo persiga y detenga, mientras Cartucho (Julio Cortázar), violento personaje barriobajero, novio de la joven fallecida, busca a don Pedro para vengarse, creyendo que es este quien ha dejado embarazada a Florita y ha causado después su muerte. Aunque la mujer del Muecas, Ricarda (Lidia Otón), declara ante la policía que su hija estaba ya muerta cuando el doctor intentó ayudarla, dejando a este libre de toda culpa, el escándalo provoca su despido del centro donde estaba becado como científico. Esto, a lo que se suma el asesinato de Dorita por Cartucho, acabará con las ilusiones de don Pedro, que terminará alejándose de la ciudad para instalarse como médico de provincias.

Si la novela de Martín-Santos es mucho más que este simple argumento que acabamos de esbozar, lo mismo ocurre con el montaje que con tan diestra mano dirige Rafael Sánchez. Lo de menos quizá sea la excusa argumental sobre la que se construye la acción, ante la variedad de situaciones dramáticas pergeñadas por el director de esta sinfonía de permanentes momentos teatrales valiosos en sí mismos, resueltos con una serie de recursos plásticos y expresivos de enorme belleza (apoyados en el sugerente y simbólico trabajo escenográfico de Ikerne Giménez, la iluminación de Carlos Marquerie y la ambientación sonora de Nilo Gallego) y la creación de impactantes escenas dramáticas llenas de fuerza e interés, abordadas desde un realismo expresionista, donde la interpretación actoral y la armonización del conjunto constituyen un derroche de talento artístico. Espléndido el reparto que da vida a este universo humano representativo de la sociedad española (urbana) de posguerra, de cuyos intérpretes queremos dejar constancia, si quiera someramente, a continuación: Silvia Acosta, Sergio Adillo, Marina Andina, Julio Cortázar, Markos Marín, Roberto Mori y Lidia Otón.

Lamentamos no poder concluir la reseña de hoy con nuestra habitual invitación (o no) a ver la obra antes de que finalice su representación, puesto que, como señalábamos, con la función de ayer finalizó esta nueva oportunidad de ver Tiempo de silencio en el Teatro de la Abadía. No obstante, si la fortuna les ofrece la oportunidad de verla en algún otro momento o lugar, y no han tenido aún ocasión de disfrutarla, háganlo, sin duda se lo agradecerán.

José Luis G. Subías 

Fotos: Sergio Parra

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