El secreto de "El mensaje" de Ramón o El teatro también quiere que te diviertas


Introduzcan a cuatro mujeres unidas por vínculos familiares -y parafamiliares- en un despacho de abogados o notaría para llevar a cabo la revelación del legado de un difunto muy presente, dispuesto a ofrecerles la suculenta herencia de cuatro millones de euros repartidos a partes iguales, a cambio de escuchar, todas reunidas, un mensaje grabado en vídeo, dirigido a cada una de ellas. Este es, de manera sucinta, el planteamiento sobre el que se alza El mensaje, la nueva comedia del prolífico Ramón Paso, que, estrenada el 14 de abril en el Teatro Lara -casi sede fija de este dramaturgo madrileño-, durante mes y medio ha demostrado la fidelidad del público -me refiero al que da vida a las salas que se sostienen con la taquilla- hacia un tipo de teatro con el que se siente cómodo y que cumple sus expectativas.

La comedia, ese difícil arte de hacer reír y entretener, con la finalidad de llevar un punto de desinhibición relajada a nuestras vidas, con mayores o menores dosis de mensaje subliminal -o descarado-, es un género en el que Ramón Paso ha mostrado ser un verdadero especialista. Los numerosos títulos que avalan su trayectoria -muchos de ellos, comentados desde La última bambalina-, así lo certifican. Dentro de su ya extensa producción, en la que se aprecian variadas direcciones e intenciones, El mensaje constituye un excelente ejemplo de un tipo de comedia más convencional -a la que también pertenecería, por ejemplo, El móvil, uno de sus últimos éxitos, representado en el Teatro Lara durante meses, hasta abril de este mismo año-, diseñada con unos parámetros clásicos que han funcionado durante siglos. En un mismo espacio y en apenas unas horas se desarrolla una acción trepidante, sostenida por una permanente intriga -siempre relajada y distendida- y un ritmo que no deja lugar al aburrimiento, en la que la peculiar idiosincrasia de los personajes y los diálogos sostenidos entre estos lo son todo.

Mucho de la tradición teatral del pasado siglo se aprecia en una comedia donde afloran recursos escénicos que traen a nuestra memoria las obras de Miguel Mihura, Jardiel Poncela, Calvo Sotelo, López Rubio, Alfonso Paso y tantos otros autores que protagonizaron el último periodo dorado de la escena española, con los que Ramón Paso guarda una estrecha relación, más allá de su ilustre apellido -es nieto de Alfonso Paso- y la memoria de su bisabuelo, Enrique Jardiel Poncela. Lo cierto es que décadas de experimentación formal, de búsquedas alternativas al sentido, la intención y la práctica del arte dramático, no han hecho más que confirmar la validez de unos mecanismos escénicos que, por repetidos, no son menos efectivos y demandados por el público. El desprestigio de lo conocido, de conceptos en descrédito como "evasión" o "comercial", sobre los que se ha querido lanzar una pátina de casposidad rampante y el marbete de escasa calidad, ha sido incapaz de ofrecer una alternativa válida que llene los teatros privados, sostenidos exclusivamente por el interés y el gusto del público. Y la fórmula ya fue expuesta por el propio Lope, hace más de cuatrocientos años.

Los disparatados, pero muy reconocibles, personajes que protagonizan esta historia, bien que estereotipados desde el prisma de la caricatura amable, conviven con nosotros
en el torbellino de unas agitadas vidas -siempre sorprendentes en su aparente monotonía y prestas para ser convertidas en ficción- con las que no es difícil identificarse en algún momento. Si no a todos nos han dejado un millón de euros en herencia, a cambio de participar en un morboso juego, ¿quién no ha acudido al psicólogo por pequeños desequilibrios, ha tenido un hermano al que envidia y admira a un tiempo, unos padres con los que no se habla y a quienes imita, o un amigo friki y asmático, con problemas de relación social pero de una asombrosa inteligencia? La vida misma. Solo se trata de tener la habilidad para imaginar y poner en pie a estas criaturas, y dejarles hablar, con las ingeniosas palabras de su hacedor, Ramón Paso, quien no escatima el lenguaje desenfadado y procaz, cuando es preciso, y unos elegidos chistes y gags que fluyen con naturalidad en lo que a todas luces se trata de un magnífico vodevil contemporáneo.

Natalia Millán
, Ana Azorín, Inés KerzanÁngela Peirat y Carlos Seguí dan vida a estos simpáticos personajes, muy diferenciados en su actitud y personalidad, entre los que destaca, como contrapunto necesario, la sobriedad de la madre y esposa interpretada por Millán, de manera sobresaliente. La elegante contención de esta figura sirve de ancla y de eje sobre el que se sostiene la alocada psicología de los personajes que la rodean y el vertiginoso disparate al que no tardará en verse arrastrada. Ángela Peirat e Inés Kerzan, actrices habituadas al registro de Ramón Paso -e imprescindibles en su repertorio-, cumplen con soltura su cometido; al igual que Carlos Seguí -otro contrapunto, en este caso masculino, de la pieza-, al que vemos la mayor parte del tiempo a través de una pantalla. Y si el personaje de Natalia Millán es el anclaje racional -y realista- desde el que se inicia la acción, la candorosa "friki" interpretada por Ana Azorín es la genialidad disparatada del absurdo lógico y la razón poética en la que el autor ha podido volcar todos los recursos del humor inteligente y el absurdo cómico de nuestra tradición teatral, gracias a las superiores dotes de una actriz cómica de raza, nacida para hacer reír.   

Dirigida por el propio Ramón Paso con la habilidad de quien conoce también desde esta posición los mecanismos de la comicidad, el ritmo dramático y el enredo, esta simpática pieza, con mensaje, seguirá representándose en la bella bombonera del Teatro Lara durante los próximos meses; al menos hasta el 19 de septiembre. Una cita obligada para los visitantes de este Madrid estival, que anuncia ya su llegada.

José Luis González Subías



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