La alta comedia londinense se pinta de color y frescura contemporánea en "El abanico de Lady Windermere", un Wilde más Paso que nunca, o viceversa


Ramón Paso vuelve a mostrar sus altas dotes para la comedia en esta divertida, fresca, original y desenfadada versión de una de las escasas piezas teatrales de Oscar Wilde; autor por el que nuestro dramaturgo siente una especial atracción y con el que manifiesta no poca complicidad, como ya demostró hace tres años con el estreno en el Teatro Lara de La importancia de llamarse Ernesto. En este mismo escenario se estrenó, el pasado 28 de julio, la obra que hoy nos ocupa, El abanico de Lady Windermere (1892), texto que, exceptuando la traducción catalana estrenada en el Teatre Nacional de Catalunya en 2007, dirigida por Josep Maria Mestres, no había vuelto a ponerse en escena, que sepamos, desde la versión de Ana Diosdado de 1992, dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente.

No es casual que dos de los mejores comediógrafos de la escena española, Eduardo Galán y Ramón Paso, quienes tampoco por casualidad han llegado a coincidir y colaborar en algún trabajo escénico, como ese Blablacoche (2021) que todavía rueda por los escenarios, sientan una semejante predilección -el primero también llevó a escena hace ya tiempo La importancia de llamarse Ernesto, y el mismo año en que Paso presentaba en el Lara esta misma pieza, Galán hacía lo propio con Un marido ideal- por quien supo dotar a la alta comedia burguesa decimonónica de un refinamiento literario y una aguda mordacidad, hija del intelecto, que en el siglo XX se paseó por los escenarios junto con sus fieles acompañantes, la ironía y el cinismo, como rasgos inequívocos de la mejor comedia contemporánea; aún vigentes y en plena forma, mientras no se demuestre lo contrario.

Buena escuela es la de Ramón Paso, heredero y cultivador de un tipo de dramaturgia nacida por y para la escena, desde la mentalidad y la sensibilidad práctica de quien se sabe no solo continuador de una rica tradición teatral, a la que mira desde el respeto y con la libertad que otorga el derecho creador, sino miembro de una profesión de raigambre familiar (¡y menuda raigambre la suya!) que sabe muy bien que el teatro, más allá de una manifestación artística y cultural de primer orden, es también una forma y un medio de vida, y que el engranaje de lo que en el siglo XIX se denominó "industria teatral", difícilmente podría sostenerse sin tener en cuenta al depositario último -y primero- a quien este producto -propio de una actividad comercial, sin sonrojo alguno- va dirigido: el público. Difícilmente puede entenderse el sentido y la finalidad del arte escénico, y especialmente de la comedia, sin atender a esta realidad, que ha hecho posible su existencia en los últimos cinco siglos. 

Hombre de su tiempo, Oscar Wilde construye El abanico de Lady Windermere desde las convenciones escénicas imperantes en la comedia destinada a la alta burguesía decimonónica, principal consumidora de sus textos, cuyas veleidades aristocráticas se ponen de manifiesto en un tipo de obras de corte realista, marcadamente literarias -en la palabra reside el principal valor de estas piezas-, donde se ofrece un retrato costumbrista de las clases altas de la sociedad finisecular londinense -equiparable a la de cualquier sociedad europea de entonces y de buena parte del siglo posterior- desde un posicionamiento crítico adornado con el lenguaje del ingenio y la causticidad de una sátira elegante capaz de arrancar alguna sonrisa. Ramón Paso respeta los parámetros establecidos por el escritor irlandés, y la intencionalidad de su texto, bien que añadiendo a este algunas imágenes, expresiones y, según creímos percibir, algún chiste de su cosecha particular, con la intención tanto de acercar al público de hoy los enredos y guiños de un pasado en blanco y negro -cuyos tonos grisáceos se transforman, por la vía del color, la música y medidos detalles en el atuendo de los personajes, en una explosión de vitalismo y contemporaneidad- como de desplazar la refinada intención satírica de Wilde hacia un terreno propio, el del humor, donde el escritor madrileño se siente más cómodo y en el que se manifiesta como un verdadero maestro. De este modo, las confusiones y malentendidos sobre los que se construye la trama del texto original, a partir de un enredo amoroso donde la moralidad, la hipocresía y la deshonestidad -y no poco regusto melodramático en algún momento- se hallan muy presentes, adquieren en esta desenfadada versión de Paso un sesgo muy personal, al convertirse el humor y la diversión en el principal objetivo de un montaje donde el público, como siempre, tiene la última palabra. 

La dirección de la puesta en escena, como es norma en sus propias obras, corre a cargo asimismo de Ramón Paso, quien realiza un magnífico trabajo en la dosificación del ritmo escénico y otorga en esta ocasión a la escenografía (diseñada por Javier Ruiz Alegría) un mayor protagonismo que en otras producciones de su cosecha. Excelente empleo de unas gasas y cortinas de distintas tonalidades que, con ayuda de un muy acertado empleo de la iluminación (a cargo de Carlos Alzueta), son capaces de recrear el mundo de los grandes salones de la buena sociedad, corporeizados en una simple baranda que ofrece un notable juego en la escena, una butacas de época y un vestuario más que oportuno, obra de Ángela Peirat, también responsable de las coreografías del montaje y encargada de dar vida en escena a la pizpireta Mrs. Erlynne. Buen trabajo, junto con esta, el de los siete restantes intérpretes que protagonizan la acción; desde una Inés Kerzan -magnifica en su papel de Lady Windermere- imprescindible ya en el repertorio de la compañía PasoAzorín, a la siembre impecable y efectiva Ana Azorín -motor escénico en los montajes de Paso-, cuya singular y divertida duquesa de Berwick es capaz de igualar en protagonismo a la propietaria del abanico que da nombre al título de la pieza; Mireia Zalve, a quien vemos de nuevo compartiendo escenario con Kerzan y Azorín, representando con desenvoltura a la joven Lady Agatha; la más que convincente Mila Villaba en su papel de descocada criada con aire cabaretero; y unos esforzados Jordi Millán (Lord Darlington), Guillermo López-Acosta (Lord Windermere) -ambos habituales también en los montajes de la compañía- y Eduard Alejandre (Lord Augustus), que lidian como pueden, muy dignamente, con el poder femenino de las cinco actrices que se apropian del escenario y conducen la trama. Empoderamiento natural, en estado puro y sin aspavientos combativos.

Un acierto nos parece, para concluir, ese aire burlesque que Ramón Paso ha querido -y sabido- otorgar a un montaje donde ha dado un paso más allá en el empleo del baile intercalado en la acción y en el que la música popular sigue ocupando un destacado papel como canalizadora de la tensión dramática y dosificadora del ritmo escénico. El abanico de Windermere se mantendrá en cartel, en el Teatro Lara, hasta el 27 de octubre. La mejor manera de presenciar el fondo "ramoniano" de Oscar Wilde y la versión más wildeana de Ramón Paso.

José Luis González Subías


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