La escena decimonónica reivindica su legado en las tablas del Teatro de la Zarzuela con "El barberillo de Lavapiés"


El Teatro de la Zarzuela, conocido asimismo en el siglo XIX como Jovellanos o "de Jovellanos", por alzarse en la pequeña calle con ese nombre que hoy conecta los Madrazo (antigua calle de la Greda) con la de Zorrilla (otrora calle del Sordo), muy cerca del Congreso de los Diputados, fue inaugurado en 1856 por la iniciativa de un pequeño grupo de representantes de un género que llevaba ya unos años triunfando en la entonces pujante cartelera madrileña. Entre estos, junto al cantante Francisco Salas (casado con la célebre actriz Bárbara Lamadrid) y el dramaturgo Luis Olona, se hallaban los compositores Joaquín Gaztambide y Francisco Asenjo Barbieri (1823-1894), quien puede considerarse el principal y más importante impulsor de la zarzuela española moderna, nacida a mediados del siglo XIX.

Entre la ingente producción de Barbieri se encuentra El barberillo de Lavapiés, zarzuela en tres actos con texto de Luis Mariano de Larra (el otro Larra, hijo del aquel Fígaro del Romanticismo y uno de los más interesantes dramaturgos de la generación del medio siglo), que, después de casi un siglo y medio desde su estreno en el templo de la lírica nacional, el 18 de diciembre de 1874, se ha convertido en una de las zarzuelas más populares y representadas de nuestro repertorio lírico (y decimonónico); en palabras de José Miguel Pérez-Sierra, director musical del nuevo montaje de la obra que el Teatro de la Zarzuela está ofreciendo desde el pasado 28 de marzo, "una de las cimas del género zarzuelístico español". A la quincena de montajes de la pieza estrenados en los últimos treinta años viene a sumarse esa nueva producción, que otorga la dirección escénica, así como la adaptación del texto, a un prestigioso e inspirado Alfredo Sanzol, que, en la cima de su capacidad artística, acaba de ser nombrado director del Centro Dramático Nacional para el período que se iniciará en enero de 2020.

El barberillo de Lavapiés nos traslada al reinado de Carlos III ("hacia 1776", en la sinopsis argumental de la adaptación), a un Madrid con aires ya goyescos, en el que, con el telón de fondo de una conspiración para apartar del poder a Grimaldi (Secretario de Estado) y poner en su lugar al conde de Floridablanca, asistimos a dos historias de amor paralelas, que casualmente se entrecruzan al encontrarse los protagonistas de ambas en un mismo lugar (la Romería de San Eugenio, en El Pardo): la de Lamparilla (un barberillo muy popular entre las gentes de Lavapiés) y Paloma (una costurera de la calle de Toledo), principales protagonistas de un texto donde domina un costumbrismo madrileño capaz de trasladarnos al mundo sainetesco de Ramón de la Cruz, con sus majas y manolos, y conectar este con el chulapismo finisecular inmortalizado por Bretón y Chapí (reconocible en ese momento en que Paloma le enseña a Estrella a emplear los modos y el lenguaje de las majas), y los de un celoso don Luis de Haro (sobrino de Grimaldi) y su prometida Estrella, marquesita del Bierzo, que se encuentra entre los conspiradores. La involuntaria ayuda prestada a estos por Paloma y Lamparilla, convertirá a estos improvisados héroes del pueblo en cómplices protagonistas de un complot de origen nobiliario y será el origen de un cómico enredo teatral que llevará a la Marquesita, y después a don Luis, a disfrazarse con el atuendo de las clases populares. La acción finalizará felizmente, con la oportuna noticia de que Grimaldi ha sido destituido, justo cuando la Marquesita ha sido apresada antes de abandonar el país. Ahora que es don Luis quien decide marcharse, Estrella lo seguirá, satisfecha de ver cumplido su deseo de que Floridablanca ocupe el poder, y con él lleguen a cumplirse las reformas ansiadas para el país por los conspiradores; unas reformas de las que un escéptico Lamparilla, quien se ha mostrado muy crítico a lo largo de toda la obra con la clase política (se trata de un texto que, bajo el distendido tono de la comedia y de la zarzuela, vierte una permanente crítica hacia esta muy habitual en la literatura dramática de mediados del siglo XIX), desconfía: "siempre son los mismos perros / con diferentes collares".

Pero el verdadero valor de El barberillo de Lavapiés que vimos el pasado viernes en el Teatro de la Zarzuela no reside en una historia bien construida dramáticamente, en sus enredos y un verso habituales en la dramaturgia española decimonónica, tampoco en el trasfondo político tan presente en su contenido (cierto es que muy adecuado, por su extrapolación a nuestros días), sino en el magnífico planteamiento escénico de Alfredo Sanzol, que lleva al escenario de la Zarzuela un ritmo equiparable al de piezas como La ternura (a pesar de tener que coordinar sobre el escenario los movimientos de un total de casi treinta personas) y emplea un concepto escenográfico de absoluta modernidad, que nos ha recordado al usado ya por este en Luces de bohemia, al utilizar con elemento básico de la construcción espacial unos grandes paneles murales del mismo tono oscuro que el resto del escenario, capaces de desplazarse horizontalmente de derecha a izquierda de este, de girar sobre sí mismos y dividirse en dos mitades, que ofrecen infinitas posibilidades de juego y de creación de espacios. Alejandro Andújar, de quien hemos tenido el placer de comentar ya algunos de sus trabajos (el último de ellos, para El idiota estrenado recientemente en el María Guerrero), es el creador tanto de la escenografía como de un vestuario que, en contraste con la oscuridad dominante en la escena, aporta al espectáculo el color y el tipismo necesarios para ambientar la acción en su época, si bien desde una perspectiva plenamente actual.

Aunque nuestros conocimientos líricos no pueden competir con nuestra capacidad para apreciar el arte interpretativo de los actores del tradicionalmente llamado teatro de "declamación", no podemos menos que destacar el impecable trabajo de los protagonistas de este espectáculo. Brillante resultó a nuestro oído la actuación de todos los intérpretes vocales del reparto; especialmente las escenas cantadas por el tenor Javier Tomé (don Luis de Haro), María Miró (marquesita del Bierzo), Cristina Faus (Paloma) y Borja Quiza (Lamparilla), quienes ofrecieron al respetable bellísimos momentos que fueron entusiastamente aplaudidos a lo largo de la función (costumbre que, si bien ajena al principio de la ilusión teatral y la cuarta pared, quizá no estuviera de más incorporar en el teatro al uso para hacer más viva la tan anhelada interacción del público con los actores). Nos encandilaron las voces de la soprano María Miró y la mezzosoprano Cristina Faus; esta última mostró, incluso, una habilidad para "decir" el verso que nos costó encontrar en la primera. Pero, sin lugar a dudas, quien se llevó el grueso de nuestra atención, y de los aplausos y vítores del público, fue el encantador Lamparilla interpretado por el barítono Borja Quiza, en quien encontramos no solo un cantante de una voz prodigiosamente melódica, llena de matices y sensibilidad, sino un actor de primera, con una capacidad expresiva y una vis cómica envidiables.

Ingrediente fundamental e inseparable del espectáculo es la danza, orquestada por Antonio Ruz, cuyas deliciosas coreografías, protagonizadas por diez bailarines, acompañan en todo momento el desarrollo de la acción dando vida y movimiento a ese pueblo tan presente en la trama. Debemos destacar asimismo la excelente interpretación de la partitura musical realizada por la Orquesta de la Comunidad de Madrid, dirigida por José Miguel Pérez-Sierra, el Coro Titular del Teatro de la Zarzuela, bajo la dirección de Antonio Fauró, y la Rondalla Lírica de Madrid, dirigida por Enrique García Requena.

Un lujo de producción, en definitiva, zarzuela pura, viva y de la buena, que podrá seguir disfrutándose hasta el próximo 14 de abril, en el teatro de la calle de Jovellanos.

José Luis G. Subías

Fotos: Javier del Real

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