"Los farsantes" culmina su estancia exitosa en el Teatro Valle-Inclán, con una lección de lo que es hoy el mejor teatro moderno español


En el momento que escribo esas líneas estará dando comienzo, en el Teatro Valle-Inclán de Madrid, la última función de Los farsantes, la nueva obra de Pablo Remón, dirigida por él mismo, que, desde su estreno el ya lejano 29 de abril, no ha dejado indiferente al numeroso público que ha disfrutado de esta sobresaliente propuesta escénica coproducida por el Centro Dramático Nacional. 

De nuevo un espectáculo de dos horas y media trató, el pasado sábado, de medir nuestras fuerzas e interés como participantes espectadores -y expectantes- del rito teatral; y superó la prueba con éxito, demostrando que, con un estratégico intermedio en mitad de la función (hay que recuperar las buenas costumbres de quienes nos precedieron en el gusto y la práctica de este bienhadado arte), y un producto merecedor de su atención -lo bueno tiene la facultad de acelerar el tiempo, a la par que lo detiene-, el público de nuestros días es tan capaz de afrontar los largos metrajes escénicos como lo fueron sus antepasados. Ya lo hizo Alfredo Sanzol hace poco más de un año, en el mismo teatro, con El bar que se tragó a todos los españoles; obra con la que Los farsantes guarda no pocas concomitancias, tanto en el planteamiento escenográfico, el ritmo de la acción y su desarrollo en secuencias narrativas de corte cinematográfico, como en su lenguaje, cercano al realismo y lo coloquial, pero sin perder nunca un punto de distanciado histrionismo literario, a veces con ribetes poéticos, lindante con la sátira expresionista y el humor más descaradamente tradicional; capaz de conectar con la tradición de la astracanada y el sainete.

Todo eso lo conoce muy bien Pablo Remón, al igual que Sanzol, su compañero de generación y actual director del CDN, con quien comparte unos códigos estéticos afines. Como este, Remón es hoy una de las voces más originales y autorizadas del teatro español contemporáneo; representante de un tipo de teatro actual, que hace uso de un lenguaje moderno, con unos códigos visuales aprendidos en la pantalla, los cuales hacen honor y referencia sin embargo, en todo momento, a una tradición teatral previa, una herencia cultural de la que este -como Sanzol- es digno heredero.

Lo que ayer vimos en el Teatro Valle-Inclán es un producto que lleva el sello indiscutible de Pablo Remón; fácil de reconocer para quien ha seguido de cerca sus creaciones en los últimos años. En las distintas secuencias (capítulos los llama el autor, indicando asimismo cada uno de sus títulos, proyectados sobre una pantalla) de Los farsantes pudimos reconocer la voz y la singular manera de expresar del autor de Los mariachisEl tratamiento o Doña Rosita, anotada, piezas todas comentadas con anterioridad desde La última bambalina. El argumento de esta última producción relaciona el mundo del cine y el teatro -dos ámbitos tan importantes en la vida del autor-, a partir de dos historias paralelas que, de algún modo, se entrelazan: la del exitoso director de cine Diego Fontana, embarcado ahora en un fastuoso proyecto de una serie televisiva; y el de Ana Velasco, una joven actriz que trata de abrirse camino en el mundo del teatro sin mucho éxito, hija de un director cinematográfico de culto en lo ochenta, a quien conoció y admiraba Diego.

La metaficción y la autoficción vuelven a manifestarse en un espectáculo donde lo que se recrea en escena es la vida misma. Nos interesan los pormenores, los pequeños temores y esperanzas de esos seres que se aferran al escenario creyéndose vivos y que, de algún modo, saben que hay alguien al otro lado, en la oscuridad, que les escucha. Sus vidas nos interesan porque resuenan en nosotros con sabor a verdad, a pesar de la farsa y el desengaño que los envuelve; de su heroica poquedad, que refuerza y da sentido a nuestra propia farsa. Porque, de un modo u otro, todos nosotros somos los farsantes de una historia que protagonizamos.

Y quién mejor para protagonizar esta, incluso mejor que nosotros mismos, que los cuatro inmensos actores que conforman el reparto, hacedores de los numerosos personajes que pueblan el escenario: Javier Cámara, Francesco Carril, Bárbare Lennie y Nuria Mencía. A esta última la vimos, precisamente, en una escena memorable de ese bar que se tragó a todos los españoles mencionado más arriba; y su singular presencia escénica y forma de interpretar volvió a seducirnos y hacernos sonreír en muchos momentos; al igual que nos sedujo el magnífico trabajo de Bárbara Lennie y el de un espectacular Francesco Carril merecedor, por este y tantos otros trabajos, de los máximos elogios; y que encuentra, en el que nos ocupa, una vis cómica simplemente fascinante. Estuvo genial. Como lo estuvo, como no podía ser menos, un Javier Cámara del que poco más bueno puede decirse que no se haya dicho ya antes. Todo un póquer de ases que puso al público en pie al acabar la función, durante varios minutos.

Pero si los actores de este montaje son de primera línea, no menos lo es el equipo artístico que ha hecho posible la plasmación plástica y acústica de lo que solo cabe calificarse de gran producción: Mónica Boromello, responsable de una inteligente, funcional y a un tiempo espectacular escenografía que adquiere protagonismo propio; David Picazo y Sandra Vicente, a cargo de la iluminación y el espacio sonido respectivamente, y Ana López Cobos, como responsable de vestuario. Con los dos primeros ya ha trabajado Remón en distintas ocasiones; y, conocedores de su estilo, son a un tiempo, en buena medida, traductores y artífices de sus ideas. Del mismo modo que lo son Bárbara Lennie y Francesco Carril, habituales en las últimas creaciones del dramaturgo y director madrileño. Este último ha dado vida incluso al propio Pablo Remón no solo en Los farsantes, sino en aquella Doña Rosita, anotada estrenada en los teatros del Canal antes de la pandemia, donde también asumió y recreó magistralmente el papel del autor y director de una pieza en la que se emplearon asimismo recursos narrativos y se utilizó la ruptura de la cuarta pared de modo semejante a como la usa de nuevo Remón en Los farsantes.

Una nueva propuesta teatral de Pablo Remón, en definitiva, que aplaudimos sin reparo alguno (incluso el susto de una larga introducción en apariencia, o sin ella, ajena al montaje, lo perdonamos y aceptamos con gusto poco después de empezar a rodar la historia), que nos hizo disfrutar del mejor teatro de nuestros días; esa tragicomedia grotesca tan española en la que el espectador, los actores y el autor mismo se ven reflejados casi como esperpentos, pero tiernamente humanizados desde la comprensión y la tolerancia que otorgan la inanidad de la miseria compartida; vista desde un ridículo que la vuelve aceptable y cómicamente humana. Si Valle miraba a sus personajes desde lo alto, cosificándolos y despojándolos de humanidad, convertidos en viles figuras; Remón se coloca ante sus creaciones frente a frene, tan desnudo como ellas; y hermanándose con su dolor, con sus pequeñas esperanzas, miserias y anhelos, les devuelve su humanidad... y la esperanza.

Los farsantes se despidieron ayer del Teatro Valle-Inclán, pero, a buen seguro, su recorrido no acabará aquí, y esperamos que la obra pueda disfrutarse por otros muchos teatros de España, donde, estamos seguros, recogerá tantos aplausos como deja en Madrid. Se trata de un "caballo ganador" por el que apostaría sin dudarlo, merecedora de muchos premios que, estamos convencidos, llegarán dentro de un tiempo. Para La última bambalina, una de las mejores obras de esta temporada que acaba

José Luis González Subías



Fotografías: Luz Soria

Comentarios

Entradas populares de este blog

Una "paradoja del comediante" tan necesaria y actual como hace doscientos años

"Romeo y Julieta despiertan..." para seguir durmiendo

"La ilusión conyugal", un comedia de enredo donde la verdad y la mentira se miran a los ojos